Fue a los diecisiete años cuando
el Padre Acevedo decidió que quería ser cura y convertirse en un experto
espiritual. Deseaba predicar el Evangelio, promover el encuentro entre el
hombre y Dios e instruir a los fieles en la fe a través de sus predicaciones y
ejemplo de sacrificio personal. Siempre había pensado que vino a este mundo
para escuchar, guiar y dar consuelo a toda persona que lo necesitase; hasta que
llegó ella. Ahora solo podía pensar en darse consuelo así mismo.
En más de treinta años de
servicio a la comunidad, jamás había estado con una mujer. Ni siquiera se le
había pasado por la cabeza. Sabía que, con sus redondeces lascivas, las féminas
eran una tentación puesta por Satanás para apartar al hombre del bien. A pesar
de todo, la carne es débil, pensaba él, que llevaba semanas masturbándose a
deshoras en la soledad de su humilde habitación. Sabía que lo que hacía era
pecado, pues toda su energía debía ir dirigida exclusivamente a Dios y no destinada
al placer egoísta de sus sentidos. Por eso cuando terminaba, como penitencia, rezaba
diez Ave María y se golpeaba el miembro con la Biblia, esperando que el dolor y
la vergüenza le hicieran parar. Pero al día siguiente, volvía a pensar en ella,
en sus labios, en sus ojos penetrantes, en su piel blanca y delicada, y el
arrepentimiento de la noche anterior se desvanecía, ocupando su lugar el deseo
y la lujuria.
Todo empezó tres meses atrás,
cuando el sacerdote empezó a preparar a un grupo de niñas de la parroquia, de
entre ocho y nueve años, para recibir el Sacramento de la Eucaristía. La
catequesis duraba un año completo y el curso tenía lugar, durante una hora,
todos los días por las tardes, excepto los fines de semana.
El primer día de catequesis, el Padre
Acevedo se percató de la existencia de ella. De Valentina. Las niñas fueron
entrando y se sentaron frente a sus pupitres, en silencio, a la espera de que
empezara la clase. Todas tenían el pelo y los ojos oscuros, con tonos que
variaban desde los castaños rojizos hasta los negros intensos. Pero ella tenía
una melena rubia y ondulada que apenas le rozaba los hombros y unos ojos verdes
profundos como los cipreses que rodeaban la Parroquia. Su cabecita sobresalía
del resto del grupo. Era alta para su edad y esbelta. El sacerdote observó
primero su nariz recta y puntiaguda, que apuntaba insolente al techo y,
después, se detuvo en sus labios, pequeños y carnosos, que parecían pintados de
un rosa claro. Pasados unos minutos, las niñas empezaron a mirarse unas a otras
por el extraño comportamiento del cura, que permanecía en silencio. Valentina
no pudo reprimir una risita que ayudó al Padre Acevedo a despertar de su
trance. Él se limpió la comisura de los labios, carraspeó y desvió la mirada de
esos ojos verdes que lo hipnotizaban hacia los cuatro Evangelios que había
sobre su escritorio.
–Buenas tardes, hijas. Soy el
Padre Acevedo. Mi misión de este curso es enseñaros y evangelizaros para que
lleguéis a comprender el Sacramento de la Eucaristía y podáis hacer vuestra
primera comunión, celebración en la que recibiréis por primera vez la hostia
consagrada.
Valentina empezó a reír a
carcajadas cuando escuchó la palabra “hostia”. El sacerdote la observó atónito.
Sus ojos redondos se entrecerraron entre una maraña de pestañas claras y sus
labios pulposos se estiraron mostrando unas paletas pequeñas y separadas que le
daban un aspecto infantil y travieso. La lengua, que se veía plana en el
interior de su boca y se movía hacia atrás y hacia delante por los espasmos que
le producía la risa, hizo que el cura tuviese un breve pensamiento libidinoso.
Nunca le había pasado algo parecido. Dio un puñetazo en la mesa, en parte para
dejar de pensar y, también, para que la niña dejara de reír. Dos veces más
durante esa clase, tuvo el cura que golpear el escritorio o levantar la voz
para que la niña se comportara.
Y es que Valentina era una niña
inquieta y arrolladora, que hablaba por los codos y muy alto. Le encantaba
sonreír y reírse de todo y, al hacerlo, se le arrugaba la nariz de una forma
pícara que él no soportaba. Se sentaba en su sillita con las piernas abiertas y
balanceaba los pies de atrás a adelante y vuelta a empezar, rítmicamente,
durante toda la hora. Verle la piel pálida y delicada por debajo del pupitre le
torturaba por debajo de la sotana, en la entrepierna.
Después de cada clase, obligaba a
Valentina a confesarse por todas las cosas que había hecho mal. Se sentaba en
el confesionario, masturbándose en silencio, y la escuchaba hablar mientras
observaba sus facciones aniñadas a través de la rejilla de madera. Le gustaba
imaginarse que la mano que agitaba de arriba abajo su pene no era la suya
propia, sino la de la pequeña de ojos verdes. Cuando la niña terminaba de
admitir todas las cosas por las que la había castigado o reñido, el Padre
Acevedo la hacía rezar allí mismo unos cuantos Padre Nuestro, Ave María o
Glorias al Padre, para retenerla un rato más a su lado. Le excitaba correrse
sabiendo que ella estaba ahí, tan cerca. Sabía que lo que hacía estaba mal, que
era pecado y que no es lo que Dios quería para él, pero no podía parar. Su
cuerpo se lo pedía. Después de que la niña hubiera terminado con la penitencia y
la viera alejarse dando saltitos gráciles, él corría arrepentido a su
habitación, ocultando entre las manos los restos de esperma que acababa de
eyacular. Cogía el flagelo que tenía guardado en el fondo de su modesto armario
y que nunca antes había utilizado y se azotaba la espalda tantas veces como su
piel flácida podía soportar. Y, así, trascurrieron las semanas.
La misa diaria, los bautizos, los
entierros, preparar a las parejas para el matrimonio, todo se le hacia pesado y
eterno. Ni siquiera le apetecía escuchar las aburridas confesiones de los demás
feligreses, a los que despachaba rápido, para ocupar su mente pensando en ella
y en las cosas que quería hacerle. Se la imaginaba de rodillas frente a él, en el
confesionario, con el polo blanco arremangado hasta los hombros mostrando su
pecho plano de pezones rosados y diminutos. Le metía el pene en la boca y ella
lo succionaba con fuerza, como hacía con los chupones que le regalaba después
de clase, hasta que sus labios se inflamaban por la fricción y se volvían de un
rojo más intenso. Solo deseaba que llegaran las tardes para ver a Valentina,
que se portara mal en clase y tuviera que llevarla al confesionario.
Una tarde, la niña olvidó traer
las tareas que había mandado el sacerdote el día anterior y tampoco se había
aprendido de memoria todas las oraciones. El Padre Acevedo solía tener mucha
paciencia, excepto con ella. La zarandeó del brazo y le gritó muy fuerte, tanto
que Valentina se puso a llorar. Cuando acabó la clase, la guió, como cada
tarde, hasta el confesionario, pero sus gimoteos eran tan escandalosos que
decidió llevarla a su dormitorio. Se sentó en la cama y la montó en sus
rodillas. Al principio pensaba solo en consolarla, ya se masturbaría cuando
ella se marchara, pero al sentir su peso liviano sobre el muslo, no pudo evitar
excitarse. Se asustó de que la niña pudiera notar su erección, pero, por
suerte, la sotana era lo suficiente holgada para no marcar los contornos. Le
frotó la espalda en círculos, de manera paternal al principio, y poco a poco, mientras
ella se confesaba, fue cogiendo confianza y le acarició el hombro. Deslizó la
mano por el brazo hasta llegar a la muñeca, que descansaba sobre su muslo
delgado. La falda de cuadros rojos y verdes que a las demás niñas les cubría
las rodillas, a ella, que era unos centímetros más alta, le dejaba la piel de
las piernas descubiertas hasta casi la mitad. Le rodeó un par de veces la
rodilla con la palma ahuecada y luego subió la mano por el muslo, hasta llegar
a la línea fronteriza que marcaba la tela. Siguió este límite con el extremo de
los dedos, humedeciéndose los labios con la lengua. La piel inmaculada de las
piernas se iba hundiendo por la presión que ejercían sus yemas. Quería sacarse
el pene y estrujarlo contra aquella carne casta y pura.
–¿Padre? –preguntó Valentina,
captando su atención – Padre, ya he terminado de rezar. ¿Puedo irme ya? –había
dejado de llorar, aunque su nariz aún estaba enrojecida.
Sabía que debía dejarla ir. Si
alguien se enteraba de lo que hacía a escondidas o de lo que soñaba cada noche
con hacerle a esa niña, la autoridad eclesiástica lo excomulgaría de la
comunidad de los fieles y del uso de los sacramentos. Sería suspendido de todas
sus funciones religiosas y acabaría en la cárcel apuñalado en los baños comunes
por algún preso maníaco. Pero, ¿qué podía hacer? Su cuerpo había sido poseído
por la lascivia y, día a día, ese apetito sexual depravado fue apoderándose
también de su mente, la única parte juiciosa que hasta entonces le retenía de
cometer una locura. Valentina le sostuvo la mirada, con ojos interrogantes. El
iris se había aclarado a consecuencia de las lágrimas, adquiriendo un verdor
azulado que le recordó a la vidriera de colores que había en la pared de la
Parroquia.
El Padre Acevedo le sonrió y le
pasó el dedo índice por el contorno de la cara, desde la sien hasta la
barbilla. Lo posó sobre el labio inferior y lo arrastró hacia un lado, notando
su voluptuosidad bajo la uña. Deseaba morderle la boca. Tragó saliva, la puso
de pie en el suelo y dijo:
–Hija mía, para hacer la Primera
Comunión debes ser buena. Siempre. Las personas malas no pueden recibir el
sacramento de la Eucaristía. ¿Recuerdas que es la Eucaristía, Valentina?
–Sí, Padre. Es el sacrificio
mismo del cuerpo y de la sangre del señor Jesús.
–Y ¿para qué se recibe este
sacramento, niña?
–Para que Dios nos santifique y
perdone nuestros pecados.
–¿Tú quieres hacer la Comunión?
–Cometes pecados todos los días y
mucho me temo que rezar ya no es penitencia suficiente para ti. Así no puedo
absolverte de ellos. Lo peor de todo es que las niñas malas van al infierno.
–¡No, Padre! ¡Por favor! Seré
buena. Me portaré bien. Se lo prometo. Absuélvame, se lo suplico.
–De acuerdo, hija. No llores –la
consoló y secó sus lágrimas con el dorso de la mano–. Los curas –prosiguió–
representamos la palabra sagrada de Dios y Dios solo te perdonará si me dejas tomar
tu cuerpo ahora –la niña guardó silencio, sin llegar a comprender lo que el
Padre Acevedo quería decir–. No debes tener miedo a esta penitencia que te
impone el Señor –presionó hacia abajo los hombros de Valentina hasta que la arrodilló
en el suelo. Él se puso de pie, se levantó la sotana a la altura de la barriga
velluda y deslizó sus calzoncillos amarillentos hasta sus tobillos. El pene
erecto emergió balanceándose frente a la cara de la niña, que movió la cabeza
hacia un lado.
–Hija –balbuceó excitado,
mirándola desde arriba–, Jesús se reunió con los Apóstoles en el Cenáculo, tomó
el pan y el vino que había en la mesa y ¿qué dijo entonces? ¿Qué dijo el Señor?
–ella seguía con la mirada desviada a la puerta–. Valentina, ¡respóndeme! –le
sujetó la barbilla entre los dedos y tiró de su mentón para que levantara la
vista –. ¿No quieres hacer la primera comunión? ¿No quieres ir al cielo? –ella
asintió, asustada–. Pues dime qué dijo.
–Tomad y comed todos de él,
porque esto es mi cuerpo –la pequeña gimoteaba, haciendo que las palabras
salieran entrecortadas–. Tomad y bebed todos de él, porque esto es el cáliz de
mi sangre. Contienen todo el bien espiritual de la Iglesia.
–Muy bien,
muchacha –babeó él–. Ahora, toma y come. Toma y bebe.
Le apretó el pene duro contra los labios hasta que estos
cedieron y se abrió paso hasta la garganta. La boca estaba caliente y húmeda y
eran tan pequeña en comparación con su falo que la piel de las mejillas se
volvieron tensas. Jamás había sentido un placer parecido. Se sujetó la sotana
entre la barbilla y el pecho y colocó sus manos a ambos lados de su carita,
guiándola en los movimientos. En uno de los envites, le introdujo el miembro
tan fuerte y profundo que le provocó una arcada sonora. Las lágrimas empezaron
a caerle por las mejillas. Ella apoyó las manos en sus muslos gordos y peludos
y se separó de él, sollozando.
–Pero quiero irme ya –se sorbió
los mocos.
–Cállate, pequeña zorra –la
levantó del suelo por el pelo y la tiró en la cama boca arriba. Valentina empezó
a llorar más alto. El Padre Acevedo le alzó la camiseta y dio un paso atrás,
asustado, cuando le vio dos pequeños bultitos en el pecho–. ¡Tienes tetas! ¿Qué
edad tienes? –la niña no respondió y él la abofeteó con dureza –¿Que qué edad
tienes?
Le levantó la falda y tiró de las
braguitas rosas. Tenía una suave mata de pelo fino y rubio. No era eso lo que
esperaba. Esperaba un cuerpo puro y aniñado, sin formas. No quería estar con
una mujer, eso era pecado. Pero una niña, eso era diferente. No sabía qué
hacer. No quería pecar, pero si la dejaba ir se lo contaría a alguien y su
carrera habría terminado. La miraba con una mezcla de asco y excitación. Valentina
tenía la cara húmeda por las lágrimas y las tetillas y el pubis al aire,
incitándole. Se miró el miembro, que aún seguía tieso y vio como de la punta le
emergía una gotita transparente. Su cuerpo le pedía que terminara lo que había
empezado. Ya se flagelaría luego, pero ahora tenía que quitarse de encima ese
sentimiento de excitación que no lo dejaba pensar con claridad. Le abrió las
piernas a la fuerza y le apretó la vulva con el glande mojado de esperma hasta
que los labios de su vagina se separaron y, poco a poco, fueron absorbiendo el
trozo de carne. La niña soltó un alarido de dolor y otro y otro más fuerte. Si
alguien la escuchaba, sería el fin de su profesión. Cogió la almohada y le tapó
la cara para amortiguar sus gritos y con una mano le agarró de los brazos para
que dejara de moverse. La embistió una y otra vez, con ira, hasta que por fin se
derramó en su interior. Extenuado y sudoroso como nunca antes, se apartó de la
niña. Sintió asco al ver su pene y las sábanas blancas de la cama manchadas de
sangre. Pero, al menos, la excitación había desaparecido, después de tantas
semanas. Ahora, sin embargo, la sensación de miedo y angustia se apoderaba de
cada centímetro de su piel. De sus poros emanaba la culpa. Quería que la niña se
levantara de una vez y se fuera de su habitación. Que le dejara a solas para
poder rezar y pedir el perdón. Apartó la almohada de su cara y vio los ojos
abiertos de la niña, perdidos. No se movía y tampoco respiraba. La acercó hacia
el borde de la cama y le dio un guantazo en la mejilla. No hubo respuesta. La
había asfixiado.
Las dos tablas de piedra en las
que Yahveh había escrito los diez mandamientos, con sus propios dedos, le
vinieron a la mente. El Padre Acevedo se estremeció. Había pronunciado el
nombre de Dios en vano, había cometido actos impuros, tenido pensamientos y
deseos impuros. ¡Había matado! ¿Iría al infierno? No podía ser. Había dedicado
toda su vida a la Iglesia y al Señor y, por un solo traspié, ¿lo castigarían
como a un delincuente? Quizá si la reavivaba. Sí. Tenía que intentar
reavivarla. Así sus pecados serían perdonados. Podría enmendar su error. La
vida está llena de senderos siniestros y este no era más que una prueba que le
había puesto Dios.
Se arremangó la sotana hasta los
codos y se inclinó hacia delante, en la cama. Presionó ambas manos, varias
veces seguidas, sobre el pecho desnudo de la niña. Le atrapó la nariz entre el
dedo pulgar y el índice y le abrió la boca, tirando de la barbilla hacia abajo.
Inspiró y le insufló una bocanada de aire rancio. Volvió a presionarle el pecho
dos veces más y, a la tercera, Valentina empezó a toser espasmódica. Lo había
conseguido. La había salvado. Ella se incorporó como pudo, reiniciando el llanto.
Miró el miembro lacio del sacerdote y sus piernas ensangrentadas y, entre
sollozos, gritó:
–¡Se lo voy a contar a mi madre!
–bajó de la cama y anduvo tambaleante hacia la puerta. El Padre Acevedo, antes
de que la pequeña pudiera agarrar el pomo, la golpeó en la cabeza con la Biblia
que tenía en su mesita de noche. La niña voló hacia el pupitre, clavándose la
esquina de madera en la sien. Cayó al suelo floja y, en segundos, un charco de
sangre tiñó el suelo embaldosado.
El Padre Acevedo se quedó mirando
el cuerpo inmóvil de Valentina y la Biblia que había a su lado. Se arregló la
sotana y el pelo y salió de la habitación cerrando la puerta con llave. Ya
pensaría después qué haría. Quizá llamar a los padres para decirles que había
visto a la niña meterse en el coche de un extraño y enterrarla por la noche
bajo alguno de los cipreses. Ya lo pensaría después. Tenía misa a las ocho y
Dios sí que no perdonaba llegar tarde a esta ceremonia.