lunes, 17 de diciembre de 2012

Tuyo siempre, Aarón


No se oía el bullicio del pueblo, ni el motor de los coches, que habían sido desviados hacia la nueva carretera que iba a la ciudad. Si no fuera por la vida que provenía del mismo campo, el antiguo cementerio estaría totalmente muerto. Desde detrás de cada arbusto y cada árbol se escuchaba el canto de las cigarras macho y el zumbido de algunas abejas obreras que buscaban néctar en el interior de las florecillas silvestres crecidas durante la primavera. Unos cuantos gorriones y verdecillos examinaban cautelosos el paisaje antes de descender de sus ramas para comerse las simientes que encontraban en el suelo. El sol del mediodía apretaba con fuerza en lo alto del cielo y un soplo débil y cálido ayudaba a transportar los sonidos de un lado a otro del cementerio. Ni una sola de esas viejas lápidas de piedra resquebrajada ofrecían un ápice de sombra. Alejandro parpadeó varias veces, la claridad del día le escocía los ojos. Todos los poros del cuerpo le goteaban sobrecalentados por el sol y sentía un dolor punzante en la mano. El olor a campo almizclado con su propia fetidez a sudor intenso se le hizo insoportable. Se giró sobre un lado y, después de dos o tres arcadas, vomitó un líquido amargo del color del trigo. Se sentó como pudo y dejó caer su espalda contra la estela caldeada. Vio que su camisa a rayas blancas y azules estaba manchada de rojo, al igual que su pantalón y la punta de uno de sus zapatos. El fluido rojizo le provenía de su mano izquierda. Su dedo corazón había desaparecido, ya no estaba ahí; en su lugar, un muñón cubierto de sangre seca y costra blanda y amarillenta dejaba un hueco perturbador entre los otros cuatro dedos....





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lunes, 3 de diciembre de 2012

Papá, quiero ser empresario


Como sabes, Antonio, hijo, cuando tenía tu edad, y de esto ya hace más de cuarenta años, abrí nuestro restaurante. Ni te puedes imaginar las vueltas que tuve que dar hasta hacerme con la licencia de apertura.
Una mañana como hoy, me dirigí al Registro de Entrada del excelentísimo Ayuntamiento de Córdoba. Me atendió un señor entrado en carnes al que, por su prominente calva y unos surcos profundos en la frente y ojos, supuse que le quedaba poco tiempo para jubilarse. Me dijo que para entregarme la hoja de solicitud para la apertura de un negocio, me hacía falta un certificado de Gerencia de Urbanismo. Como era casi la una y media de la tarde, ya no me daba tiempo ir a recoger el certificado que me pedía y volver, así que lo dejé para la mañana siguiente.
Cuando llegué a Urbanismo a primera hora, el conserje que había en la entrada me indicó que siguiera recto el pasillo, tomara la segunda puerta que había a la derecha y preguntara por la señorita Carmencita. Entré en una sala amplia y diáfana en la que habría unos quince escritorios, aunque todas las sillas estaban vacías. Los trabajadores estaban de pie junto a la mesa que había cerca del ventanal. Me acerqué a ellos y vi a una chica morena, de mi edad, más o menos, que reía y giraba, con la ayuda de sus pies, sobre una silla que no tenía respaldo, mientras los demás, que, casualmente, eran todos hombres, la piropeaban: “Carmencita, qué guapa estás hoy. Carmencita, levántate que te veamos.” Los primeros tres botones de su camisa blanca estaban desabrochados y su falda de tubo azul marina que bajaba hasta la rodilla parecía una segunda piel en sus muslos carnosos. Intenté con un “perdonen”, luego un “disculpen” y después un “oiga”, pero nadie me hizo caso. Todos babeaban por las feromonas que desprendía el escote de la muchacha. Al girarme para salir por donde había venido, en busca de alguien que sí tuviera la intención de ayudarme, vi que detrás de una de las dos columnas de la habitación había un escritorio ocupado por un hombre que estaba de espaldas y que parecía estar trabajando. Me acerqué por detrás y me presenté con un “buenos días”, pero cuando estuve a su altura, me di cuenta de que el trabajador tenía la frente apoyada sobre un montón de papeles y los brazos lánguidos le colgaban a los lados del cuerpo. Volví a intentar con otro “buenos días”, esa vez más grave, pero no obtuve respuesta. Di un par de zancadas y me acerqué de nuevo al corro. Toqué el hombro de uno de los funcionarios, que se giró para mirarme enfadado por haberle interrumpido en mitad de su proceso de cortejo, y le comenté que su compañero estaba tirado en la mesa y no respondía. Todos se apresuraron al escritorio, alarmados de que a Paco, así se llamaba, le hubiera pasado algo. Carmencita se llevó las manos a la boca pintada de carmín y sugirió en un susurro que podría haber sido un infarto. Otro compañero descolgó el teléfono para llamar a urgencias, pero el más joven de todos, que, aún así, casi duplicaba mi edad, zarandeó fuerte los hombros de Paco hasta que este levantó la cabeza de un respingo, inhalando aire ruidosamente. Carmencita suspiró aliviada y se llevó ambas manos al escote y los demás empezaron a reír a carcajadas. El hombre se desperezó devolviendo una sonrisa y todos le fueron dando palmaditas en la espalda, hasta que volvieron al escritorio de Carmencita, para acorralarla otra vez en su silla giratoria. Paco tenía los ojos hinchados y con legañas, como si llevase mucho rato dormido, en la frente se le había quedado grabada la marca de un clip que sujetaba un montoncito de folios y un hilillo de baba le brillaba en la comisura de la boca. Entre bostezos y suspiros que olían a ajo, Paco rellenó el certificado que necesitaba.
Giré al máximo el acelerador de mi vespino y conduje, entre los coches, de vuelta hacia el Ayuntamiento. Cuando llegó mi turno en la cola, le entregué al señor del Registro de Entrada el certificado que me había dado el “Bello Durmiente” en Gerencia de Urbanismo.
“A este certificado le falta la póliza”, me dijo sin apenas mirarlo, me lo lanzó de vuelta sobre el mostrador y se dio la vuelta. Se me pasó por la cabeza darle una buena colleja con toda la mano abierta en mitad de su coronilla calva, pero decidí que eso solo me retrasaría aún más. Tuve suerte de que, por aquel entonces, había un estanco justo en frente del Ayuntamiento, de manera que no perdería demasiado tiempo en buscar uno, el problema es que todos los que necesitábamos pólizas para el Ayuntamiento íbamos al mismo sitio. Estuve en la cola casi tres horas, hasta que, por fin, pude hacerme con el documento. Como no podía ser de otro modo, entre unas cosas y otras, había perdido otra vez la mañana, de manera que tuve que volver al día siguiente.
A las nueve en punto, me presenté en el Registro de Entrada. Le entregué, con una sonrisa triunfal, el certificado de Gerencia de Urbanismo y la póliza que debía acompañarlo. Él, sin ningún sentimiento en el rostro, me dio la hoja de solicitud y me hizo pasar a contabilidad para que me dieran la carta de pago. Me alegré de no tener que esperar cola en la ventanilla de aquel departamento. Había una mujer de unos cuarenta años con la mirada puesta sobre el mostrador. Era rubia, aunque las raíces de su pelo eran de un castaño oscuro. Arrastré bajo mi mano toda la documentación, hasta colocarla debajo de su nariz aguileña que apuntaba a su pecho y, cuando levantó la cabeza para mirarme, le pedí la carta de pago. “Los chavales de hoy en día estáis todos ciegos. ¡Niño, no ves que me acabo de pintar la uñas y aún se están secando! Espérate unos minutos.” Tuve que quedarme ahí de pie, viendo cómo introducía, uno a uno, todos sus putos dedos en un secador de pilas. El olor fuerte a esmalte que salía del aparato me daba náuseas. Cuando, pasado un rato, comprobó que ya estaban secas, hizo la carta de pago, la selló y me dijo dándome el papel: “Y la próxima vez, como vengas con prisas, ni te atiendo”. ¿Acaso era así en todos los Ayuntamientos de España o es que había tenido la mala suerte de toparme con los funcionarios más estúpidos de Córdoba? Me puse a la cola en la caja para abonar la carta de pago de mi hoja de solicitud. Cuando llegó mi turno, casi media hora después, se la pasé al empleado por el hueco que había debajo de la ventanilla. Me indicó el importe, pagué con un billete de cinco mil pesetas y esperé a recibir mi cambio. Entonces, ocurrió.
La aguja del minutero del reloj que había colgado en la pared detrás del cajero marcó las dos en punto. Todos los trabajadores cerraron sus carpetas y cajones y las sillas rechinaron al empujarlas hacia atrás. El funcionario que me estaba atendiendo le dio la vuelta al cartel que colgaba con ventosas transparentes de la ventanilla para que los clientes viéramos la palabra “Cerrado”. “¡Oiga, mi cambio!”, le recordé enfadado, harto de tantas vueltas, tanto desdén y tanto gilipollas. “Mi sueldo me obliga a soportar a los ciudadanos hasta las dos del mediodía. Vuelve mañana a por tu cambio”, me contestó, echó la cortina y se fue. Regresé al día siguiente temprano y me entregó un sobre con el dinero y los papeles. ¡Tardé cuatro días en obtener el documento que acreditaba la solicitud de apertura de nuestro restaurante!
            Sí, hijo, sé que esto pasó en los años setenta y que algo habrá mejorado la cosa, también sé que siempre me quejo de los funcionarios, de lo mal que hacen su trabajo y lo vagos y caraduras que son, pero no quiero que seas empresario como yo, ni siquiera quiero que estudies una carrera, me gustaría que te sacaras las oposiciones para trabajar en el Ayuntamiento o en la Diputación.
¿Pero por qué me lo discutes todo? Antonio, hijo, ¿eres tonto? ¿Acaso no has entendido mi historia? ¿Tú sabes las horas que yo he tenido que trabajar a diario en el restaurante, fines de semanas, sin vacaciones, aguantando clientes pelmazos, inspecciones de Sanidad, de trabajo, pagando IVA, Seguros Sociales, para traer como mucho dos mil euros a casa? Te quiero, hijo, así que hazme caso cuando te aconsejo que te saques las oposiciones, entres a trabajar como funcionario en la Administración Pública, ganes dos mil euros haciendo como que trabajas ocho horas diarias y dejes que capullos como yo levanten el país.

martes, 27 de noviembre de 2012

Corazón de chocolate amargo


Relato ganador en el concurso: "Relato del mes: Chocolate"

Desde hace algunas noches, poco antes de irme a dormir, me quedo tumbada en el sofá, alumbrada por la escasa luz amarillenta de las farolas de la calle, que se cuela sin pedirme permiso a través de las cortinas. Me envuelvo en la que ha sido hasta hace poco tu colcha azul de franela y me como yo sola, de una sentada y sin remordimientos, toda una caja de bombones; bombones de chocolate con sabor a menta, licor o almendras y aroma a vainilla, canela o fresa. Al principio, me gustaba comprarlos con formas; de hoja, de cucurucho, de estrella… Pero en seguida me aprendí sus sabores y perdió la gracia reconocer antes de metérmelo en la boca, que el bombón redondo era de miel o el lingote, de frambuesa.

Mira, amor mío, este bombón sabe a café tostado y azúcar, como tus besos por la mañana. Y este otro con forma de rulo huele a mango, pero sabe a albahaca, igual que tu piel aceitunada. Este, este está hecho de dulce de leche y whisky, como nosotros. Yo, dulce y blanca. Tú, fuerte y seco.
Te echo de menos, amor mío, pero a ti no parece importante. Hace días que no me llamas y más días aún que no respondes mis llamadas. ¿Acaso es cierto que lo nuestro se acabó? No. Me resigno a creerlo. Justo antes de marcharte esa noche me besaste, recorriendo con tu lengua húmeda toda mi boca, demorándote, sin prisas, derritiéndome con tu saliva espesa como si yo fuera chocolate.
Ojalá pudiera emborracharme engullendo bombones de whisky, caer en la cama semiinconsciente y levantarme al día siguiente habiendo olvidado tu nombre, tu rostro, tu cuerpo, tu aroma seco y tu sabor fuerte.
Te odio, porque de todos los bombones de la caja, tú has sido el único que no supe prever. Corazón de chocolate amargo, relleno de leche agria.
      

martes, 6 de noviembre de 2012

Símbolo de esperanza


Ainara se echó bocabajo sobre su cama, acomodándose bien entre los folios blancos y lápices de colores que la rodeaban. Empezó a colorear de amarillo el sol que había dibujado por la mañana en la esquina derecha de uno de los folios. Más abajo, junto al árbol, estaba ella agarrada de la mano de Begoña, su mejor amiga y su única familia.

            Cuando Ainara tenía unos seis meses, su madre la abandonó en la puerta del orfanato “Las Golondrinas”. En el viejo cochecito lleno de mugre, solo dejó un biberón con la leche cortada pegada en el fondo y una nota que decía: “Tiene leucemia.” Las monjas del orfanato no podían hacerse cargo de una niña enferma o, al menos, no de una enfermedad tan grave como aquella. La llevaron al hospital público más cercano y, desde entonces, la habitación doscientos treinta y cuatro de la planta de oncología se convirtió en su hogar.

            El día anterior, Ainara había cumplido seis años y Begoña la sorprendió con un estuche de lápices y un paquete de folios para dibujar. Begoña era una de las enfermeras de planta que cuidaban de los niños enfermos de cáncer. Tenía treinta años cuando la madre superiora del orfanato sacó a Ainara del viejo cochecito y se la puso entre los brazos. Jamás había visto un bebé más precioso que ella, a pesar de la delgadez y la piel cetrina. La monja le explicó que como la nota que la acompañaba venía sin nombre, a una de las hermanas se le ocurrió llamarla “Ainara”, cuyo significado bíblico era “golondrina”, igual que el nombre del orfanato donde la abandonaron sucia y hambrienta.

Casi un año antes de llegar la pequeña al hospital, Begoña sufrió un aborto inesperado en su quinto mes de embarazo. Perdió mucha sangre, la hija que esperaba con tanto anhelo y la posibilidad de volver a quedarse embarazada. Deprimida, dejó de comer, de reír, de hacer el amor, de hablar, solo le apetecía llorar acurrucada en el sofá, frente a la chimenea encendida. A los pocos meses, su marido se cansó de la tristeza que envolvía su casa, su cama, sus sábanas, su mujer… como una neblina grisácea y espesa que se colaba por las ventanas y los resquicios de las puertas, adhiriéndose a su piel y a su garganta, impidiéndole respirar, impidiéndole vivir. Se divorciaron. Cuando Begoña se incorporó al trabajo, tiempo después, llegó la pequeña Ainara, delgaducha y pálida, llevando hasta sus brazos el aleteo fresco de la primavera. La miró a los ojos, negros como las plumas del pájaro que le había dado su nombre, y prometió cuidar de ella para siempre.  
Con los años, Ainara veía cómo sus demás compañeros con leucemia se acababan recuperando, en la mayoría de los casos, se marchaban a casa y nunca más los volvía a ver, o morían de un día para otro, sin ni siquiera despedirse; por eso no se apegaba demasiado a los otros niños del hospital; sabía que, de un modo u otro, tan solo estaban de paso, pero no Begoña, que, desde el principio, siempre estuvo a su lado. Como aquella semana que tuvo fiebre y ella se quedó a dormir durante las siete noches en una silla junto a su cama, para que no estuviera sola. La visitaba muchas veces al día, más de las que le correspondían por turno y cuando Ainara tocaba el timbre de su habitación para llamar a las enfermeras, siempre acudía Begoña, aunque tuviese asignada las habitaciones de la otra ala de la planta. En cada cumpleaños, le llevaba un regalo que envolvía ella misma y le preparaba un bizcocho de limón casero la misma mañana para que estuviera recién horneado. En Nochebuena, Navidad y Fin de Año, cenaban las dos temprano en la habitación del hospital y cuando Ainara se quedaba dormida por el efecto del cuento que le leía Begoña, entonces se marchaba a la soledad de su casa.

Begoña apareció por la puerta con una bandeja de metal en las manos. El sol del mediodía que entraba por la ventana abierta justo detrás del cabecero de la cama iluminaba las piernas pálidas de Ainara.
–Hola, preciosa. Te traigo la comida. Sopa de picadillo y pollo empanado. De postre, un poco de bizcocho que sobró de ayer –la niña se levantó de un saltó dejando caer algunos folios al suelo y, antes incluso de que Begoña pudiera dejar la bandeja sobre la mesilla de noche, Ainara la agarró por detrás para darle un abrazo. Los picatostes de la sopa se mecían como veleros en un mar agitado y el caldo se acabó derramando por uno de los lados del plato. Begoña se dio la vuelta y la cogió en brazos para sentarla a su lado en el borde de la cama.
–Ainara, llevo días dándole vueltas a algo y quiero saber tu opinión –ella rodeó su manita entre las suyas y, después de unos segundos, continuó–. Los médicos dicen que estás mejorando y es posible que, en breve, puedas irte del hospital.
–¿Ir dónde, Begoña? Esta es mi casa –preguntó ella, inocente, al tiempo que abría mucho sus ojos oscuros y redondos como botones, de muñeca. Esa habitación llena de dibujos colgados con chinchetas era su hogar, lo único que había conocido. Jamás había salido del hospital, ni siquiera de la planta de oncología.
–Bueno, cuando te cures, si tú quisieras, podría adoptarte –Ainara guardó silencio durante unos instantes, como si no la comprendiera–. Te vendrías a vivir conmigo, a mi cas… –pero antes de que pudiera terminar la frase, Ainara volvió a rodearla fuerte entre sus brazos, pequeños y delgados.
–Sí, sí, sí. ¡Vámonos ya! –contestó la niña, encantada con los nuevos planes.
–Antes tienes que curarte. Cuando te den el alta, nos iremos a casa –las dos permanecieron abrazadas un rato más. Begoña acariciaba la pelusilla castaña que cubría la cabeza de Ainara. Los médicos la habían dejado de tratar con quimioterapia y radioterapia tras comprobar una evolución positiva y por fin volvía a salirle el pelo después de tantos meses.

Begoña, después de la conversación con Ainara, inició la solicitud para su adopción. Le pedían muchos requisitos: no ser mayor de cincuenta y cinco años ni menor de veinticinco, disfrutar de una renta mínima que las mantuviera a las dos de manera holgada y no tener expedientes penales; por suerte, los cumplía todos. Begoña se sentía madre de esa niña desde el mismo día que llegó a su vida y no necesitaba de un papel firmado confirmándole este hecho, sin embargo, sabía que lo necesitaba para poder llevársela con ella, a su casa.
Las dos hablaban a diario de cómo sería su nueva vida juntas, cuando la pequeña saliera del hospital. Begoña le llevaba fotos del que sería su nuevo dormitorio: una habitación rosa claro y ribetes blancos, con juguetes envueltos en papel de regalo encima de la cama; de Bigotes, su gato de angora color canela; y del parque infantil que había detrás del colegio. Fueron días de risas contagiosas y de planes a largo plazo. Se tenían la una a la otra. Eran felices.

Al tiempo de haber recibido el beneplácito del trámite de la adopción y bastante meses tras la interrupción del tratamiento, Ainara se despertó una mañana con más de cuarenta de fiebre; aún con antibióticos, los médicos no conseguían bajarle la calentura ni una décima. En pocas horas, unos puntitos rojos del tamaño de la cabeza de un alfiler se propagaron de repente por todo su cuerpo, atrincherándose en los párpados, en las ingles y hasta en el cielo de la boca; un dolor intenso en los huesos, sobre todo en las piernas, la dejó postrada en la cama, sin apenas poder moverse. Entre sudores fríos, sueros, inyecciones y lamentos fueron trascurriendo los días y las noches. Begoña estaba aterrada, se pasaba los minutos andando de un lado a otro de la habitación, con el regusto aciago que le causaba la impotencia de no poder hacer nada por ella. Después de trabajar, solo iba a casa para ponerle de comer a Bigotes y en seguida volvía al hospital para estar cerca de la niña.
Una tarde en la que Ainara iba y venía de un estado febril de inconsciencia, susurró el nombre de Begoña. Ella se sentó a su lado y le apretó la manita, sintiendo los huesecillos y las venas bajo la piel transparente; no pudo contener las lágrimas cuando la observó de cerca, tan pálida, tan demacrada, tan lejos de ella. Hacía muchos días que no comía y sus ojos parecían hundirse tras unas ojeras oscuras. Begoña le besó la frente húmeda por el sudor y el sabor acre y a medicinas se mezcló con sus lágrimas saladas. Le prometió que se pondría bien y que pronto se irían juntas a casa, pero ambas sabían que eso no era cierto.
La niña, con mucho esfuerzo, entreabrió un poco los labios y, muy bajito, dijo: “Te quiero mucho, mamá.” Cerró los ojos y su pecho, como un acordeón al que dejaran de soplarle, se fue desinflando lentamente, hasta exhalar esa última nota, ese último suspiro. Begoña enterró la cara entre sus manos y la apoyó sobre el vientre sin vida de Ainara. Empezó a llorar desconsolada, dejando salir en cada sollozo toda la pena, la rabia, la impotencia y el agotamiento acumulado. Otra vez estaba sola. Sola.

Notó una caricia en el brazo y cuando levantó la vista, esperando encontrarse con alguna compañera de planta que quisiera consolarla, dio un pequeño brinco al ver una golondrina que la observaba desde abajo. No parecía asustada, al contrario. Era negra azulada por arriba, con la frente y el cuello rojo y el pecho y la barriga de un blanco amarillento. Era preciosa y no muy grande. La golondrina dio saltitos por las sábanas hasta acercarse a sus manos, le picoteo unas cuantas veces y con suavidad la piel húmeda por las lágrimas, entre los dedos, en los nudillos y, después, desplegó las alas y desapareció por la ventana. Begoña siguió con la mirada vidriosa la dirección del vuelo del pajarillo. Se había posado sobre uno de los barcos pesqueros atracados al final del muelle. Begoña se limpió la cara con la manga del uniforme, besó los labios cuarteados de Ainara y se fue a pasear por el puerto. Llegó hasta el final del desembarcadero, pero la golondrina ya no estaba allí. Rompió a llorar una vez más.

–¿Estás bien? –le preguntó un hombre joven a sus espaldas.
Begoña se giró sobresaltada, con la conmoción no se había dado cuenta de que no estaba sola. Aquel hombre, que debía de ser pescador o marinero, estaba amarrando su barco a uno de los bolardos.
–Sí, gracias– contestó ella. El muchacho iba descamisado y Begoña se quedó unos segundos observando el tatuaje que se entreveía a la altura de su clavícula.
–Em… Es una golondrina –explicó él, llevándose una mano al dibujo. Ella seguía mirándole, en silencio–. Son aves migratorias y en la antigüedad ayudaban a los marineros a volver a casa. Para nosotros es como un símbolo de esperanza. Nos la tatuamos cuando volvemos por primera vez a tierra, sanos y salvos, después de muchas millas alejados de nuestro hogar, sobreviviendo penurias y tristezas –prosiguió él, aunque sin obtener más respuesta que unas cuantas lágrimas y silencio–. ¿Te apetecería tomar un café? Me sale muy bueno y las vistas a la bahía son preciosas desde la proa.
Begoña se sorbió la nariz y miró hacia el cielo. Estaba atardeciendo y decenas de golondrinas volaban ágiles sobre sus cabezas. Volvió a posar sus ojos sobre él y asintió.