Si en lugar de ir esa mañana a la joyería a recoger el dinero que teníamos guardado en la caja fuerte de mi oficina, y que habíamos ahorrado con tanto esmero durante años, le hubiera hecho caso a mi mujer y hubiésemos huido con nuestra familia, mi destino habría sido diferente. Uno se pregunta cómo va a morir y cuándo. Esperas que sea
de anciano, mientras duermes, rodeado de tus hijos y nietos que te despiden
llorando, pero a la vez tranquilos, porque saben que tu vida ha sido plena y que
no has sufrido. Sin embargo, no siempre ocurre lo que uno desea.
Éramos unas mil personas apiñadas en cinco vagones. Veía
gente llorando, otros rezando y otros muchos que, aunque estaban de pie, habían
fallecido durante el trayecto. Sus cuerpos ya fríos y rígidos se mantenían
erguidos; no había hueco posible para que cayeran en el suelo. Era verano y el
calor sofocante. Cuando el tren paró, los soldados de la SS abrieron las
puertas. Descendimos temerosos, empujándonos los unos a los otros para luchar
por ser los últimos en salir. Un olor putrefacto se olía en aquel andén
improvisado. Los soldados nos gritaban y golpeaban con látigos para que
avanzáramos por el camino que conducía al interior del recinto: un terreno
enorme y vallado que olía a matadero. La frase “el trabajo te hace libre”
estaba grabada en el arco de la entrada. Pensé que si trabajaba duro, me
ganaría mi libertad y podría regresar a los brazos abiertos de mi familia.
Anduvimos en fila hasta un edificio de hormigón que había construido
en la cima de una colina. Nos explicaron que era un centro de tránsito en el
que íbamos a ser desinfectados antes de recibir ropa limpia. Nos despojaron de
los objetos de valor, asegurándonos, sin demasiada convicción, que nos serían
devueltos a la salida. Deposité mi reloj y mi colgante de Hamsa en un cubo repleto de pertenencias ajenas. Anillos, cadenas,
dinero e incluso dientes de oro manchados de sangre habían dejado de
pertenecernos para siempre. Nos obligaron a desvestirnos y tirar nuestras prendas en
una hoguera que había cerca de la entrada. El fuego se avivaba con cada trapo
que engullían las llamas. Descamisado, volví a percatarme del número de serie
que me habían tatuado con tinta negra y, contra mi voluntad, en el antebrazo
izquierdo, justo antes de abandonar la estación de Berlín. Los dígitos me
recordaron a los hierros distintivos de las ganaderías. Nos habían marcado
igual que a animales de granja. Eso éramos para ellos y así es como querían que
nos sintiéramos, como bestias, como cerdos.
Unos alaridos ensordecedores me sacaron de mis
pensamientos. A lo lejos, seis soldados alemanes se habían subido a los techos
de unos barracones y disparaban a
bocajarro contra la multitud. Los gritos y llantos se escuchaban por toda la
ladera y hombres, mujeres y niños caían sangrando. Intentamos aprovechar el
contratiempo y echar a correr, huir de allí lo más lejos posible, pero los
nazis empezaron a disparar sus fúsiles contra aquellos que escapaban colina
abajo. Caían como venados, agonizando por el dolor y ahogados por la sangre que
les brotaba de la garganta. Frenados por el miedo y apuntados al pecho por los
rifles, poco a poco, los que quedábamos vivos volvimos a formar la larga cola.
Desnudos, con la cabeza gacha y los ojos perdidos en los pies manchados de
barro del que teníamos justo delante, decidimos en silencio que era mejor
resignarse. Rendirse. No había escapatoria. Los uniformes verdes que nos
escoltaban nos guiaron hasta el mismo umbral del edificio oxidado. No sabíamos
qué había al otro lado de la puerta y el mismo temor de esa ignorancia nos
hacía retorcernos, rompiendo la fila para evitar entrar. Uno de los soldados me
golpeó en la frente con la culata de su fusil y me empujó hacia dentro gritando:
“¡Bienvenido al camino hacia el cielo, judío!”. La habitación enorme y diáfana
alicatada de azulejos blancos impolutos y sin ventanas pronto se llenó con las
casi mil personas que habíamos llegado una hora antes en el tren. Cerraron
desde fuera la puerta de metal que parecía sacada de un submarino de guerra. De
los cabezales fijos de ducha que colgaban del techo, en lugar de agua, un gas
verdoso y asfixiante pasó a inundarlo todo. Me picaban los ojos. Dejé de ver. Mis
brazos y piernas se quedaban pegados a la piel sudorosa de los que se agitaban
con pánico a mi lado. Luchaba por respirar, por sobrevivir. Sin embargo, no
había nada en mi mano que pudiera hacer para escapar. El corazón bombeaba sangre tan rápido
que sentía que mis sienes explotarían en cualquier momento. Notaba cómo mi
tráquea se cerraba e impedía que pasara a mis pulmones más aire contaminado.
Tosía con espasmos para expulsar el gas, pero, a cada bocanada que volvía a inhalar,
me sentía más cerca de la muerte. Fui perdiendo la conciencia, mis rodillas flojearon
y me desvanecí en el suelo frío y húmedo por las secreciones. Poco a poco, los
otros cuerpos fueron cayendo sobre mí, pesados, oprimiéndome el tórax y
liberando el último aliento que guardaba en mi pecho. Cómo me arrepentí de haber ido a la joyería esa mañana, de no haber huido lejos con mi familia cuando pude. Sin embargo, ese último
suspiro me alivió, como una liberación a todo aquel sufrimiento. Uno nunca sabe
cómo va a morir, pero, de todos los caminos posibles hacia el cielo, jamás
habría pensado que yo acabaría tomando este.
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