Me acuerdo del día en que Serbia declaró
la guerra a Bosnia. Ese mismo día cumplí siete años. Para celebrar mis
aniversarios, mis padres solían organizarme una merienda con mis compañeros de
clase en casa de mis abuelos. Decoraban el porche que daba al jardín con globos
y serpentinas de colores y de una de las ramas del olmo viejo que había junto a
la piscina colgaban una piñata que no podíamos siquiera mirar hasta después de
haber soplado las velas. La tarta siempre era de chocolate, mi favorita, y
jamás faltaba la casita de galleta del mismo sabor.
Aquel día durante el almuerzo, mi padre
llamó para avisar de que no vendría a comer, le había surgido un imprevisto en
la comisaría, y mi madre, a la que yo estaba ayudando a poner la mesa en la
cocina, miraba absorta las noticias. El presentador del telediario, un hombre
mayor de pelo cano, anunció que Bosnia había entrado en guerra. Los serbios no
admitieron la independencia del país vecino y, con el apoyo de Belgrado, sumieron
a Bosnia en un auténtico caos. Las imágenes
de personas heridas y de edificios ardiendo a sus espaldas me pusieron la piel
de gallina. Mi abuela detestaba que mis padres me dejaran ver el telediario, decía que no era apto para
niños. Si me hubiera visto allí, plantada
delante del televisor viendo el noticiario y temblando por el miedo, le habría
dado un bofetón a mi madre. El periodista continuó informando sobre las tropas
que España había enviado a Sarajevo para prestar ayuda humanitaria. Decenas de
soldados, equipados con mochilas y cargamento pesado, descendían de un avión
militar que acababa de aterrizar en la capital.
Creo que ese día fui por primera vez
consciente de lo que significaba la guerra y la muerte. Nunca antes me había
planteado qué pasaba cuando alguien moría; como cuando falleció mi tía Pepi un
año antes, que, a pesar de lo mucho que lloré su pérdida, no supe hasta ese
momento lo que implicaba aquella palabra.
No quería separarme del lado de mi madre,
pero me obligó a quedarme en mi habitación haciendo las tareas para que ella
pudiera seguir trabajando en sus cosas. Recuerdo que no pude concentrarme en
los ejercicios de matemáticas que nos había mandado la profesora Maite. Me
preguntaba por qué no habría venido mi padre a comer. Unos malos llamados
serbios habían iniciado una guerra en la que personas como yo morían de verdad,
y no como en las películas, por disparos y bombas. Mi país apoyaba a los
buenos, “qué pasaría si también nos atacaran a nosotros. Papá era policía,
quizá también lo habían enviado a él a Bosnia”, pensaba yo. Dejó de importarme
que fuera mi cumpleaños, de hecho, lo olvidé. Ya no quería soplar las velas, ni
comer tarta ni romper la piñata, solo quería que mi padre volviera a casa. A
las cinco de la tarde, mi madre entreabrió la puerta de mi habitación para
avisarme de que saldríamos en pocos minutos hacia casa de mis abuelos, porque
habíamos quedado con mis amigos a las y media, pero al encontrarme con los ojos
hinchados y anegados en lágrimas, entró asustada pensando que me había hecho
daño con algo. Solía cogerme en brazos para consolarme, pero era tan
escandaloso mi llanto entrecortado que se arrodilló en el suelo para quedar a
mi altura y comprobar que no me había lastimado. Le expliqué entre más sollozos
el motivo de mi desconsuelo y para tranquilizarme me acarició el pelo y me
aseguró que papá estaba de camino y que no había ido a ninguna parte. Entonces,
escuché el tintineo de las llaves girando en la cerradura de la puerta. Salí
corriendo hacia la entrada y me tiré en los brazos fuertes de mi padre, aún
gimoteando. Me aupó del suelo y me apretó contra su pecho. “Papá, no te vayas a
la guerra”, le imploré. Me acompañó al baño para lavarme la cara. El agua fría
me calmó y reconfortó mis párpados inflamados. Me juró muchas veces que no iría
a la guerra y que todos los españoles estaríamos seguros porque él cuidaría de
nosotros. Le creí.
Cuando llegamos a casa de mis abuelos,
todos me esperaban impacientes en el jardín. A un lado del salón, Neli, la
perra mastina de la familia, custodiaba la pirámide de regalos que me habían
traído mis amigos. Después de cantarme a
coro el cumpleaños feliz, pedí mi deseo y, entonces, soplé las velas para que
se cumpliera. Cada seis de abril pido lo mismo. Deseé que mi familia estuviera
siempre sana y a mi lado.
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