jueves, 28 de junio de 2012

Sopla las velas y pide un deseo

Me acuerdo del día en que Serbia declaró la guerra a Bosnia. Ese mismo día cumplí siete años. Para celebrar mis aniversarios, mis padres solían organizarme una merienda con mis compañeros de clase en casa de mis abuelos. Decoraban el porche que daba al jardín con globos y serpentinas de colores y de una de las ramas del olmo viejo que había junto a la piscina colgaban una piñata que no podíamos siquiera mirar hasta después de haber soplado las velas. La tarta siempre era de chocolate, mi favorita, y jamás faltaba la casita de galleta del mismo sabor.
Aquel día durante el almuerzo, mi padre llamó para avisar de que no vendría a comer, le había surgido un imprevisto en la comisaría, y mi madre, a la que yo estaba ayudando a poner la mesa en la cocina, miraba absorta las noticias. El presentador del telediario, un hombre mayor de pelo cano, anunció que Bosnia había entrado en guerra. Los serbios no admitieron la independencia del país vecino y, con el apoyo de Belgrado, sumieron a Bosnia en  un auténtico caos. Las imágenes de personas heridas y de edificios ardiendo a sus espaldas me pusieron la piel de gallina. Mi abuela detestaba que mis padres me dejaran ver el  telediario, decía que no era apto para niños.  Si me hubiera visto allí, plantada delante del televisor viendo el noticiario y temblando por el miedo, le habría dado un bofetón a mi madre. El periodista continuó informando sobre las tropas que España había enviado a Sarajevo para prestar ayuda humanitaria. Decenas de soldados, equipados con mochilas y cargamento pesado, descendían de un avión militar que acababa de aterrizar en la capital.
Creo que ese día fui por primera vez consciente de lo que significaba la guerra y la muerte. Nunca antes me había planteado qué pasaba cuando alguien moría; como cuando falleció mi tía Pepi un año antes, que, a pesar de lo mucho que lloré su pérdida, no supe hasta ese momento lo que implicaba aquella palabra.
No quería separarme del lado de mi madre, pero me obligó a quedarme en mi habitación haciendo las tareas para que ella pudiera seguir trabajando en sus cosas. Recuerdo que no pude concentrarme en los ejercicios de matemáticas que nos había mandado la profesora Maite. Me preguntaba por qué no habría venido mi padre a comer. Unos malos llamados serbios habían iniciado una guerra en la que personas como yo morían de verdad, y no como en las películas, por disparos y bombas. Mi país apoyaba a los buenos, “qué pasaría si también nos atacaran a nosotros. Papá era policía, quizá también lo habían enviado a él a Bosnia”, pensaba yo. Dejó de importarme que fuera mi cumpleaños, de hecho, lo olvidé. Ya no quería soplar las velas, ni comer tarta ni romper la piñata, solo quería que mi padre volviera a casa. A las cinco de la tarde, mi madre entreabrió la puerta de mi habitación para avisarme de que saldríamos en pocos minutos hacia casa de mis abuelos, porque habíamos quedado con mis amigos a las y media, pero al encontrarme con los ojos hinchados y anegados en lágrimas, entró asustada pensando que me había hecho daño con algo. Solía cogerme en brazos para consolarme, pero era tan escandaloso mi llanto entrecortado que se arrodilló en el suelo para quedar a mi altura y comprobar que no me había lastimado. Le expliqué entre más sollozos el motivo de mi desconsuelo y para tranquilizarme me acarició el pelo y me aseguró que papá estaba de camino y que no había ido a ninguna parte. Entonces, escuché el tintineo de las llaves girando en la cerradura de la puerta. Salí corriendo hacia la entrada y me tiré en los brazos fuertes de mi padre, aún gimoteando. Me aupó del suelo y me apretó contra su pecho. “Papá, no te vayas a la guerra”, le imploré. Me acompañó al baño para lavarme la cara. El agua fría me calmó y reconfortó mis párpados inflamados. Me juró muchas veces que no iría a la guerra y que todos los españoles estaríamos seguros porque él cuidaría de nosotros. Le creí.
Cuando llegamos a casa de mis abuelos, todos me esperaban impacientes en el jardín. A un lado del salón, Neli, la perra mastina de la familia, custodiaba la pirámide de regalos que me habían traído mis amigos. Después de cantarme  a coro el cumpleaños feliz, pedí mi deseo y, entonces, soplé las velas para que se cumpliera. Cada seis de abril pido lo mismo. Deseé que mi familia estuviera siempre sana y a mi lado. 

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