Ainara
se echó bocabajo sobre su cama, acomodándose bien entre los folios blancos y
lápices de colores que la rodeaban. Empezó a colorear de amarillo el sol que
había dibujado por la mañana en la esquina derecha de uno de los folios. Más
abajo, junto al árbol, estaba ella agarrada de la mano de Begoña, su mejor
amiga y su única familia.
Cuando
Ainara tenía unos seis meses, su madre la abandonó en la puerta del orfanato “Las
Golondrinas”. En el viejo cochecito lleno de mugre, solo dejó un biberón con la
leche cortada pegada en el fondo y una nota que decía: “Tiene leucemia.” Las
monjas del orfanato no podían hacerse cargo de una niña enferma o, al menos, no
de una enfermedad tan grave como aquella. La llevaron al hospital público más
cercano y, desde entonces, la habitación doscientos treinta y cuatro de la
planta de oncología se convirtió en su hogar.
El
día anterior, Ainara había cumplido seis años y Begoña la sorprendió con un estuche
de lápices y un paquete de folios para dibujar. Begoña era una de las
enfermeras de planta que cuidaban de los niños enfermos de cáncer. Tenía
treinta años cuando la madre superiora del orfanato sacó a Ainara del viejo
cochecito y se la puso entre los brazos. Jamás había visto un bebé más precioso
que ella, a pesar de la delgadez y la piel cetrina. La monja le explicó que
como la nota que la acompañaba venía sin nombre, a una de las hermanas se le
ocurrió llamarla “Ainara”, cuyo significado bíblico era “golondrina”, igual que
el nombre del orfanato donde la abandonaron sucia y hambrienta.
Casi
un año antes de llegar la pequeña al hospital, Begoña sufrió un aborto
inesperado en su quinto mes de embarazo. Perdió mucha sangre, la hija que
esperaba con tanto anhelo y la posibilidad de volver a quedarse embarazada. Deprimida,
dejó de comer, de reír, de hacer el amor, de hablar, solo le apetecía llorar
acurrucada en el sofá, frente a la chimenea encendida. A los pocos meses, su
marido se cansó de la tristeza que envolvía su casa, su cama, sus sábanas, su
mujer… como una neblina grisácea y espesa que se colaba por las ventanas y los
resquicios de las puertas, adhiriéndose a su piel y a su garganta, impidiéndole
respirar, impidiéndole vivir. Se divorciaron. Cuando Begoña se incorporó al
trabajo, tiempo después, llegó la pequeña Ainara, delgaducha y pálida, llevando
hasta sus brazos el aleteo fresco de la primavera. La miró a los ojos, negros
como las plumas del pájaro que le había dado su nombre, y prometió cuidar de
ella para siempre.
Con
los años, Ainara veía cómo sus demás compañeros con leucemia se acababan
recuperando, en la mayoría de los casos, se marchaban a casa y nunca más los
volvía a ver, o morían de un día para otro, sin ni siquiera despedirse; por eso
no se apegaba demasiado a los otros niños del hospital; sabía que, de un modo u
otro, tan solo estaban de paso, pero no Begoña, que, desde el principio,
siempre estuvo a su lado. Como aquella semana que tuvo fiebre y ella se quedó a
dormir durante las siete noches en una silla junto a su cama, para que no
estuviera sola. La visitaba muchas veces al día, más de las que le
correspondían por turno y cuando Ainara tocaba el timbre de su habitación para
llamar a las enfermeras, siempre acudía Begoña, aunque tuviese asignada las
habitaciones de la otra ala de la planta. En cada cumpleaños, le llevaba un
regalo que envolvía ella misma y le preparaba un bizcocho de limón casero la
misma mañana para que estuviera recién horneado. En Nochebuena, Navidad y Fin
de Año, cenaban las dos temprano en la habitación del hospital y cuando Ainara
se quedaba dormida por el efecto del cuento que le leía Begoña, entonces se
marchaba a la soledad de su casa.
Begoña
apareció por la puerta con una bandeja de metal en las manos. El sol del
mediodía que entraba por la ventana abierta justo detrás del cabecero de la
cama iluminaba las piernas pálidas de Ainara.
–Hola,
preciosa. Te traigo la comida. Sopa de picadillo y pollo empanado. De postre,
un poco de bizcocho que sobró de ayer –la niña se levantó de un saltó dejando
caer algunos folios al suelo y, antes incluso de que Begoña pudiera dejar la
bandeja sobre la mesilla de noche, Ainara la agarró por detrás para darle un
abrazo. Los picatostes de la sopa se mecían como veleros en un mar agitado y el
caldo se acabó derramando por uno de los lados del plato. Begoña se dio la
vuelta y la cogió en brazos para sentarla a su lado en el borde de la cama.
–Ainara,
llevo días dándole vueltas a algo y quiero saber tu opinión –ella rodeó su
manita entre las suyas y, después de unos segundos, continuó–. Los médicos
dicen que estás mejorando y es posible que, en breve, puedas irte del hospital.
–¿Ir
dónde, Begoña? Esta es mi casa –preguntó ella, inocente, al tiempo que abría
mucho sus ojos oscuros y redondos como botones, de muñeca. Esa habitación llena
de dibujos colgados con chinchetas era su hogar, lo único que había conocido. Jamás
había salido del hospital, ni siquiera de la planta de oncología.
–Bueno,
cuando te cures, si tú quisieras, podría adoptarte –Ainara guardó silencio
durante unos instantes, como si no la comprendiera–. Te vendrías a vivir
conmigo, a mi cas… –pero antes de que pudiera terminar la frase, Ainara volvió
a rodearla fuerte entre sus brazos, pequeños y delgados.
–Sí,
sí, sí. ¡Vámonos ya! –contestó la niña, encantada con los nuevos planes.
–Antes
tienes que curarte. Cuando te den el alta, nos iremos a casa –las dos
permanecieron abrazadas un rato más. Begoña acariciaba la pelusilla castaña que
cubría la cabeza de Ainara. Los médicos la habían dejado de tratar con
quimioterapia y radioterapia tras comprobar una evolución positiva y por fin volvía
a salirle el pelo después de tantos meses.
Begoña,
después de la conversación con Ainara, inició la solicitud para su adopción. Le
pedían muchos requisitos: no ser mayor de cincuenta y cinco años ni menor de
veinticinco, disfrutar de una renta mínima que las mantuviera a las dos de
manera holgada y no tener expedientes penales; por suerte, los cumplía todos.
Begoña se sentía madre de esa niña desde el mismo día que llegó a su vida y no
necesitaba de un papel firmado confirmándole este hecho, sin embargo, sabía que
lo necesitaba para poder llevársela con ella, a su casa.
Las
dos hablaban a diario de cómo sería su nueva vida juntas, cuando la pequeña
saliera del hospital. Begoña le llevaba fotos del que sería su nuevo
dormitorio: una habitación rosa claro y ribetes blancos, con juguetes envueltos
en papel de regalo encima de la cama; de Bigotes, su gato de angora color
canela; y del parque infantil que había detrás del colegio. Fueron días de
risas contagiosas y de planes a largo plazo. Se tenían la una a la otra. Eran
felices.
Al
tiempo de haber recibido el beneplácito del trámite de la adopción y bastante
meses tras la interrupción del tratamiento, Ainara se despertó una mañana con más
de cuarenta de fiebre; aún con antibióticos, los médicos no conseguían bajarle
la calentura ni una décima. En pocas horas, unos puntitos rojos del tamaño de
la cabeza de un alfiler se propagaron de repente por todo su cuerpo,
atrincherándose en los párpados, en las ingles y hasta en el cielo de la boca;
un dolor intenso en los huesos, sobre todo en las piernas, la dejó postrada en
la cama, sin apenas poder moverse. Entre sudores fríos, sueros, inyecciones y lamentos
fueron trascurriendo los días y las noches. Begoña estaba aterrada, se pasaba
los minutos andando de un lado a otro de la habitación, con el regusto aciago
que le causaba la impotencia de no poder hacer nada por ella. Después de
trabajar, solo iba a casa para ponerle de comer a Bigotes y en seguida volvía
al hospital para estar cerca de la niña.
Una
tarde en la que Ainara iba y venía de un estado febril de inconsciencia,
susurró el nombre de Begoña. Ella se sentó a su lado y le apretó la manita,
sintiendo los huesecillos y las venas bajo la piel transparente; no pudo
contener las lágrimas cuando la observó de cerca, tan pálida, tan demacrada,
tan lejos de ella. Hacía muchos días que no comía y sus ojos parecían hundirse
tras unas ojeras oscuras. Begoña le besó la frente húmeda por el sudor y el
sabor acre y a medicinas se mezcló con sus lágrimas saladas. Le prometió que se
pondría bien y que pronto se irían juntas a casa, pero ambas sabían que eso no
era cierto.
La
niña, con mucho esfuerzo, entreabrió un poco los labios y, muy bajito, dijo:
“Te quiero mucho, mamá.” Cerró los ojos y su pecho, como un acordeón al que
dejaran de soplarle, se fue desinflando lentamente, hasta exhalar esa última
nota, ese último suspiro. Begoña enterró la cara entre sus manos y la apoyó
sobre el vientre sin vida de Ainara. Empezó a llorar desconsolada, dejando
salir en cada sollozo toda la pena, la rabia, la impotencia y el agotamiento
acumulado. Otra vez estaba sola. Sola.
Notó
una caricia en el brazo y cuando levantó la vista, esperando encontrarse con alguna
compañera de planta que quisiera consolarla, dio un pequeño brinco al ver una
golondrina que la observaba desde abajo. No parecía asustada, al contrario. Era
negra azulada por arriba, con la frente y el cuello rojo y el pecho y la
barriga de un blanco amarillento. Era preciosa y no muy grande. La golondrina
dio saltitos por las sábanas hasta acercarse a sus manos, le picoteo unas
cuantas veces y con suavidad la piel húmeda por las lágrimas, entre los dedos,
en los nudillos y, después, desplegó las alas y desapareció por la ventana.
Begoña siguió con la mirada vidriosa la dirección del vuelo del pajarillo. Se
había posado sobre uno de los barcos pesqueros atracados al final del muelle. Begoña
se limpió la cara con la manga del uniforme, besó los labios cuarteados de
Ainara y se fue a pasear por el puerto. Llegó hasta el final del
desembarcadero, pero la golondrina ya no estaba allí. Rompió a llorar una vez
más.
–¿Estás
bien? –le preguntó un hombre joven a sus espaldas.
Begoña
se giró sobresaltada, con la conmoción no se había dado cuenta de que no estaba
sola. Aquel hombre, que debía de ser pescador o marinero, estaba amarrando su
barco a uno de los bolardos.
–Sí,
gracias– contestó ella. El muchacho iba descamisado y Begoña se quedó unos
segundos observando el tatuaje que se entreveía a la altura de su clavícula.
–Em…
Es una golondrina –explicó él, llevándose una mano al dibujo. Ella seguía
mirándole, en silencio–. Son aves migratorias y en la antigüedad ayudaban a los
marineros a volver a casa. Para nosotros es como un símbolo de esperanza. Nos
la tatuamos cuando volvemos por primera vez a tierra, sanos y salvos, después
de muchas millas alejados de nuestro hogar, sobreviviendo penurias y tristezas
–prosiguió él, aunque sin obtener más respuesta que unas cuantas lágrimas y silencio–.
¿Te apetecería tomar un café? Me sale muy bueno y las vistas a la bahía son
preciosas desde la proa.
Begoña
se sorbió la nariz y miró hacia el cielo. Estaba atardeciendo y decenas de
golondrinas volaban ágiles sobre sus cabezas. Volvió a posar sus ojos sobre él
y asintió.
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