–Te he dicho mil
veces que te quiero y sigues sin creerme.
–Claro, qué
fácil es decir esas dos palabras, pero qué difícil creérselas si la persona de
la que vienen no te lo demuestra –le recriminé y crucé los brazos por delante de mi pecho.
–¡Te quiero!
¿Qué puedo hacer para que me creas? Haré lo que me pidas. Lo que sea.
–Yo no tengo que
decirte lo que tienes que hacer. Si me quisieras, sabrías exactamente lo que
tienes que hacer. ¿Te das cuenta? –le pregunté con los ojos vidriosos– Estás
encabezonado con que me quieres pero, en realidad, no me quieres. Por eso me
pides a mí que te diga lo que hacer. Para empezar, ¡no olvidarte de nuestro
primer aniversario!
Me di media
vuelta para marcharme del parque en el que habíamos pasado toda la tarde
discutiendo de lo mismo y, cuando apenas me había alejado unos pasos, Raúl me
alcanzó por detrás, me cogió de la muñeca y tiró de mí.
–Por favor,
déjame que te lo demuestre –me imploró, aún con mi brazo entre su mano–. Mañana
te recogeré de tu casa a las diez de la mañana y te demostraré lo mucho que te
quiero. Te lo prometo.
A las diez menos
dos minutos, apareció por la esquina de mi calle el coche de Raúl. Frenó a mi
altura, se apeó y corrió hacia la acera para darme un beso en la mejilla y
entregarme un pequeño ramo de margaritas que había comprado en una floristería.
Luego, me abrió la puerta del coche.
Pasamos todo el
sábado de un lado para otro, siguiendo el itinerario que Raúl había preparado
el día anterior. La primera sorpresa fue un desayuno de lujo en el Ritz, un hotel de
cinco estrellas en pleno corazón de Madrid.
El buffet ocupaba dos hileras de mesas largas en el centro del restaurante.
La decoración era sublime; unas flores por aquí, unas velas por allá y comida
por todos lados. Nos cogimos unas napolitanas de chocolate recién hechas,
croissants rellenos de crema, pan de centeno tostado para mojar con un aceite
especial de Sevilla, zumo de naranja, té verde y un café con leche. Comíamos despacio, intercalando bocados y sorbos con palabras y gestos.
La segunda
parada fue en el planetario. Raúl compró las entradas con la visita guiada
incluida. Durante casi tres horas, observamos todo lo que el humano ha ido
descubriendo del cosmos a lo largo de la historia. Mi parte preferida fue el
planetario óptico, donde un conjunto de proyectores representaba con realismo
una noche estrellada. Sentados en la oscuridad de la sala abovedada y con la
mirada puesta sobre aquel cielo falso, Raúl me cogió de la mano, que no soltó
hasta que las luces volvieron a iluminar la enorme cúpula.
Nada más salir
del planetario, cogimos carretera hasta llegar a nuestro siguiente destino: Arroyomolinos.
Nos paramos a comer en una venta muy conocida que se encontraba en el mismo pueblo. Casi todos los ingredientes que componían el
menú provenían de la huerta que había en la parte trasera del edificio:
lechugas, cebollas frescas, coles, zanahorias… Todo tenía un sabor exquisito,
nada que ver con las verduras que yo compraba en el supermercado. Durante el
almuerzo, cada vez que yo hablaba, que fue casi todo el tiempo, Raúl me miraba a
los ojos sin pestañear, con una media sonrisa dibujada en su cara.
Después
de comer nos dirigimos apresurados al minigolf cubierto que había a cinco minutos de la venta. Había que seguir con puntualidad rigurosa las horas que marcaban nuestro recorrido. De
niña, solía ir allí con mis padres y mi hermana los fines de semana. Conseguí
meter los dieciocho hoyos; más de la mitad, al primer intento. Raúl no tuvo
tanta suerte, aunque en ningún momento perdió la paciencia ni la sonrisa. En cada green, me ponía detrás de él para enseñarle a coger el putter a dos manos, pero él golpeaba la bola con torpeza, mandándola siempre al otro lado del agujero.
Casi
tres horas después, Raúl conducía veloz por la autovía de vuelta a la capital.
Aparcamos donde pudimos, cerca del centro, y entramos en el teatro corriendo,
cogidos de la mano. Todos los palcos estaban abarrotados de familias con niños y parejas jóvenes como nosotros. Era la primera vez en mi vida que iba a un musical. Me
encantó. Jamás me hubiese imaginado que volvería a llorar al ver La Bella y la
Bestia a mis casi veinte años.
Hambrientos, nos fuimos a tapear a una taberna
andaluza que había abierto hacía una semana al lado de mi casa. Durante la hora
y media que estuvimos cenando, no paré de hablar sobre lo bien que lo había
pasado. Rememoré en voz alta las napolitanas de chocolate del Ritz, la imagen de las Perseidas proyectadas
en la cúpula del planetario, las verduras frescas de la venta, el torneo de
minigolf que acabé ganando y las lágrimas que derramé por el musical de Disney.
–¿Me
crees ahora? –me preguntó al despedirse en la puerta de mi casa.
–He desayunado en un hotel de lujo, he
visto una lluvia de estrellas, he almorzado alimentos ecológicos del huerto de
un restaurante, he ganado al minigolf y he llorado como una cría en el teatro,
y todo esto, en el mismo día. ¡Ha sido el mejor aniversario del mundo! –exclamé abrazándole por el cuello. Las margaritas algo marchitas que tenía en la mano se agitaron por encima de su cabeza.
–Te
quiero –me volvió a confesar una vez más, con los ojos fijos en mi boca.
–Lo sé –cogió mi cara entre sus
manos y me besó con dulzura en los labios.