jueves, 11 de octubre de 2012

Huerto de sangre


Hugo está de pie, pegado a la pizarra, con sus ojos grises clavados en mí. La profesora le da la bienvenida y le hace un gesto con la mano para que tome asiento en uno de los pupitres vacíos de la tercera fila. Cuando llega a su mesa, se saluda con sus amigos chocándose los puños y, a continuación, se deja caer enérgico sobre la silla; su flequillo negro vuela hacia delante por la inercia, tapándole los ojos, pero él se lo aparta de un fuerte soplido.

Desde la guardería, Hugo ha sido mi mayor pesadilla, nunca ha parado de atormentarme. Cuando estábamos en segundo le dio por hacer jirones mis libros y cuadernos. Al año siguiente, su afición favorita era cogerme los bolígrafos del estuche, romperlos y luego sacudirlos con fuerza hacia mí, hasta que la tinta salía despedida y manchaba toda mi ropa. Pero lo peor fue aquel fin de semana que nos fuimos todos los de cuarto a la granja escuela que hay en la sierra. La primera noche, aprovechando que estaba dormido, me vertió pegamento en el pelo y dejó caer todas las plumas de su almohada rota sobre mi cabeza. Mi madre tuvo que venir a buscarme a la mañana siguiente y llevarme a su peluquero para que salvara mis “preciosos rizos dorados”, como se lamentaba ella. Frank no pudo hacer nada, así que tuvo que raparme al cero.

–¡Gonzalo!
Martina me da un buen codazo en las costillas y me saca de mis pensamientos. Tiene el ceño fruncido y los ojos entrecerrados, imagino que por la preocupación. Me fascina el color negro intenso de sus ojos, es imposible distinguir el iris de la pupila. Martina es mi compañera de pupitre, mi vecina, mi mejor amiga y la chica más bonita de todo el colegio. Su familia es dominicana, pero ella nació en España, por eso, a diferencia de sus padres, no tiene acento latino.
–¡Gonzalo, Hugo ha vuelto! –me dice con un gritito casi inaudible.

Hace dos años, poco antes de acabar el curso, Hugo arrinconó a Martina en una esquina del patio cubierto durante el recreo de la mañana. Como hacía calor, casi todos los alumnos estaban fuera jugando al fútbol o saltando a la comba. Ella estaba con la espalda pegada contra la pared y él tenía los brazos extendidos a cada lado de su cabeza. Yo lo observaba todo desde detrás de una de las columnas, pero no estaba lo bastante cerca cómo para escuchar lo que decía. Estaba muy asustado y rezaba para que la dejara en paz sin tener que entrometerme. Jamás me había enfrentado al “virguero”, así es como lo llamaban sus amigos, y estaba seguro de que si me interponía me ganaría una buena paliza. Entonces, vi cómo Hugo, con los ojos cerrados, se acercaba a Martina para intentar besarla. Ella giró rápido la cabeza y los labios de él se encontraron con su mejilla. Debió hacerle bastante gracia ese juego, porque lo siguió intentado hasta que aparecí yo a sus espaldas. Se giró para mirarme un instante y Martina, que quedó liberada, salió corriendo hacia el patio exterior en busca de la maestra. Yo le amenazaba con la punta afilada de mi compás; aún recuerdo cuánto me temblaba la mano por culpa de los nervios. Poco a poco, retrocedí sobre mis pasos, sin dejar de apuntarle, y justo cuando quise darme la vuelta para salir corriendo, se me echó encima de un salto y me arrebató lo único que tenía para defenderme. Al segundo sentí un pinchazo agudo y caí al suelo dolorido. Había recuperado el compás, solo que esta vez lo tenía clavado en la pierna. Echaron a Hugo del colegio durante un curso, por eso, el año pasado, mientras el “virguero” estudiaba en el internado de la capital, todos respiramos tranquilos. Pero ya ha vuelto y yo fui el responsable de que lo echaran.

El timbre estridente que anuncia el fin de las clases se escucha a través de megafonía y me hace volver al presente. Martina y yo metemos los libros a empujones en las mochilas y andamos a paso ligero hacia la entrada. Nos abrimos paso entre los demás compañeros que parecen caminar a contracorriente  y conseguimos salir del colegio ilesos, pero, justo cuando doblamos la esquina para seguir por la calle que nos lleva a casa, siento unas manos que me presionan el pecho y me hacen caer de espaldas. Hugo debe de haber saltado por la ventana de nuestra clase, que está al nivel de la calle. Detrás de unos árboles aparece el resto de su pandilla: cuatro chavales que estudian con nosotros, pero que han repetido un par de veces. Aunque yo soy alto para mi edad, tres de ellos me sacan unos pocos centímetros.
–¿Qué quieres, Hugo? ¡Déjale en paz! –le grita Martina.
–¡Quiero que te vayas a casa! Gonzalito se viene con nosotros.
–¡Que le dejes en paz o se lo diré a la profesora!
Ernesto, el más bajito de ellos cuatro, abre la cremallera de la mochila que tiene colgada del hombro y los ojos saltones de Minie se asoman asustados. Ayer, después de clase, Martina y yo estuvimos buscando por todo el pueblo a su perrita chihuahua. Pensamos que se habría escapado por la ventana abierta de la cocina.
–¡Habéis secuestrado a Minie!
–Sí, y como le digas algo a la profesora, te la devolveremos disecada en una caja de zapatos.
Martina odia llorar, pero rompe a sollozos al escuchar los gemidos que provienen de la mochila. Mira hacia el suelo, donde aún estoy yo tirado, apoyado sobre mis codos, y se tapa la cara con las manos para ocultar las lágrimas.
–Venga, levantadlo ya del suelo –ordena Hugo–. Esta noche dormirás en el huerto de sangre –poco a poco, nos alejamos de Martina. Hugo camina por delante y yo voy custodiado a ambos lados por sus secuaces, que me tienen cogido por los brazos para que no pueda salir corriendo.

Dice la leyenda del pueblo que, muchos años antes de que yo naciera, una chica llamada Verónica desapareció a la salida del colegio. La policía y sus padres la buscaron sin éxito durante días. Pasó más de una semana hasta que dieron con ella. En lo alto de la colina, tras el caserón abandonado, encontraron su cuerpo descuartizado bajo la tierra. Lo que días antes había sido una extensión de terreno árido, pasó a convertirse en un campo desolador embarrado de sangre. Junto a la cabeza, desenterraron una vela usada y la carta del Tarot que representa la muerte, dentro de la boca encontraron un amuleto del tamaño de una moneda con forma de pentagrama invertido rodeado por un círculo. Buscaron huellas incriminatorias sobre los pocos trozos de piel que aún estaban intactos y en cada una de las pruebas, pero jamás se descubrió quién fue el asesino. Limpiaron la escena del crimen una y otra vez, removiendo la tierra, incluso trajeron arena nueva de otra parte del cerro, pero la sangre, como si brotara del mismo suelo, siempre volvía a encharcarlo todo. Aquel lugar estaba maldito, ni los perros callejeros se acercaban a la casa de la colina. Dicen que para evitar las miradas curiosas del pueblo, el padre de la muchacha cercó el terreno con una alambrada alta de espinos y sembró tomates para que disimulara el líquido rojo viscoso que lo impregnaba todo. La leyenda dice que si estás en el huerto de sangre al anochecer, el fantasma de Verónica se aparece para descuartizarte.

–¡Entra ahí! –Nacho y Jaime me empujan hacia el interior del huerto. Ernesto abre de nuevo su mochila y Hugo saca algo pequeño que no puedo ver. Quizá sea Minie.
–Coge esto ­–me aterro cuando veo una vela negra y una carta arrugada con el símbolo de la muerte, que se vuelven escurridizas en mis manos empapadas por el sudor–, y esto métetelo en la boca –me entrega un medallón del yin y el yang. “Lo más parecido que habrá encontrado”, pienso aterrado.
–¡No! ¡Dejadme salir! ¡Quiero salir! –intento abrirme paso a empujones e insultos, pero me ganan por mayoría y acaban cerrando la cancela conmigo dentro. Nacho se saca un candado del bolsillo de su pantalón, después de cerrarlo para bloquear la verja, arroja el juego de llaves al otro lado del viejo caserón y se marchan. Empiezo a trepar la alambrada dispuesto a escaparme, sin embargo, cuando llego a lo más alto, me corto la palma de la mano con el espino afilado y acabo de vuelta en el suelo, aún dentro del huerto. Los escucho reírse, cada vez más lejos, aunque no los consigo vislumbrar. Ya es de noche.
–¡Socorro! ¡Socorro!
Desde lo alto de la colina no puedo escuchar el bullicio de la plaza del pueblo, solo oigo unas pocas cigarras remanentes del verano. Esta tranquilidad me estremece. Mis ojos tardan un rato en acostumbrarse a la oscuridad, suerte que esta noche hay luna llena y, en seguida, empiezo a distinguir algo del paisaje. Escucho un ruido metálico que viene del otro lado del huerto y pego tan fuerte mi espalda contra la cancela que siento el frío de la valla a través de la camiseta. “Es el viento”, pienso. Pero las enormes tomateras que tengo frente a mí empiezan a adoptar formas terroríficas bajo la tenue luz del cielo. “No es real. No es real”, pienso otra vez y me tapo los ojos con las manos.
–Gonzaaaloooo… –un susurro fantasmagórico me llama.
–¡Ah! ¿Quién eres? ¿Verónica? –tengo el pulso tan acelerado que con un poco de suerte habré muerto de un infarto antes de que me descuartice– No me hagas daño. ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Por favor, que alguien me ayude!
–¡Pero cállate de una vez, tonto! –me ordena la voz ahora más cerca. Un tomate pocho me golpea en la cabeza y el líquido ácido se derrama por mis sienes– Soy Martina.
–Y ¿por qué demonios hablas susurrando? Casi me da un ataque al corazón –sacudo la cabeza para deshacerme del tomate podrido, que cae al suelo haciendo un ruido asqueroso. Se acerca lo suficiente a mí y por fin reconozco sus preciosas facciones. Qué guapa es y cuánto me alegro de verla. Está sonriendo. –Pensé que eras Verónica. Casi me desmayo, te lo juro–. Nos abrazamos durante unos segundos, lo justo para percibir el olor a almendras que desprende su piel y su pelo.
–Estaba siendo precavida. No sabía si seguirían fuera vigilando para que no escaparas.
–Cerraron la puerta con un candado y arrojaron las llaves por ahí. Intenté trepar, pero el alambre de espino es demasiado afilado. Me he cortado la mano.
–Y ¿por qué no has seguido la verja en busca de algún agujero? En el otro extremo hay un boquete por el que podría pasar hasta un perro pastor.
–Estaba demasiado preocupado en no mearme encima del miedo, como para ponerme a dar un paseo por el huerto en mitad de la noche. ¿Sabes que Hugo me ha dado una vela negra, una carta del tarot y un medallón? Querían invocar a Verónica y que me descuartizara aquí mismo.
–Gonzalo, no seas bobo. Lo del huerto de sangre es una leyenda urbana, como muchas otras. Este huerto es de Paco, el dueño de la verdulería.
–Pues yo me he asustado, pero bien.
–No lo entiendo. ¿Por qué crees que Hugo te ha odiado siempre tanto?
–Pues al principio no lo sabía, pero el año pasado en el recreo, cuando me clavó el compás en la pierna, me di cuenta de que la razón eras tú. Creo que le gustas y le molesta que en vez de pasar tu tiempo con él, prefieras pasarlo conmigo.
–Ah…
–Ya sabes, no quiero decir que yo te guste, sino que te gusta pasar tiempo conmigo. A mí tampoco me gustas…
–Ah, ¿no?
–No, no. Sí que me gustas. Es decir...
–A ver, Gonzalo, ¿te gusto o no? –puedo ver su sonrisa traviesa poniéndome a prueba. 
–Ah… Venga, anda, vámonos a casa. Deben de ser más de las diez –me giro rendido y voy hacia el agujero de la reja por donde ella ha entrado.
–Pues, ¿sabes qué? Se me acaba de ocurrir una idea para hacer que Hugo no nos moleste nunca más. ¡Vamos!

Martina golpea la puerta principal de la casa con los nudillos y, a los pocos segundos, Hugo abre en pijama.
–¿Qué haces tú aquí? –encuentra a Martina en la entrada llorando, el labio inferior tembloroso. –No te voy a devolver a tu perra fea, si es eso lo que quie…
–Hugo –lo interrumpe ella–, la policía ha encontrado la ropa de Gonzalo manchada de sangre en el huerto de la colina, pero él no aparece. ¿Qué le has hecho?
–¿Qué? ¡Yo no le he hecho nada!
–Tú y tus amigos os lo llevasteis a rastras. Yo os vi. Déjame que hable con tu madre –ella hace el amago de atravesar la puerta, pero él la para y cierra de un portazo. Martina mira hacia el seto que hay debajo de la ventana abierta de su dormitorio, donde yo estoy escondido y he podido escuchar y ver todo. Me muestra el pulgar erguido, es la señal. Me deslizo de un saltito por la ventana y me escondo detrás de la puerta. De camino a visitar al “virguero”, hemos parado en la casa de Martina. Me ha echado polvos de talco en la cara, lo que me hace parecer pálido como un cadáver, y con un lápiz negro de ojos y sombras del mismo color me ha marcado las ojeras. La verdad es que parezco un muerto.
Escucho unos pasos que se aproximan por el pasillo y la puerta se abre. Es Hugo que cierra tras él, sin mirar a sus espaldas, donde yo me acabo de esconder. Apago las luces y de un fuerte empujón lo tiro sobre la cama, donde se topa con la vela negra, la carta del tarot y el amuleto. Antes de que pueda preguntar quién soy, antes incluso de que empiece a gritar, le susurro con una voz de ultratumba:
–Verónica me envía –solo las farolas de la calle iluminan la oscuridad en el interior de la habitación. Puedo vislumbrar la mirada de terror en sus ojos y cómo un hilillo de baba le gotea por la comisura de la boca, así que imagino que él también puede verme.
Bajo el seto de la ventana está Martina escondida. Se ríe como la niña de la película Poltergeist, lo que hace que incluso a mí se me ponga la piel de gallina. Grita el nombre de Hugo, una y otra vez, de un tono más alto y agudo a otro más bajito y grave.
–No. No. Por favor, no me hagas daño…  Lo siento. Por favor, ¡perdóname! ¡No quiero morir! –lloriquea estremecido como un niño de primaria. Me incorporo y enciendo la luz. Tiene la cara húmeda por las lágrimas, los ojos y los labios irritados por el torrente salado y un charco amarillo empapa las sábanas blancas y el pijama. Saco la cámara que tengo guardada en el bolsillo trasero de mi vaquero y disparo cinco o seis veces, captando la escena para siempre.
–Cómo vuelvas a molestarme a mí o a Martina, imprimiré las fotos y las colgaré por todo el pueblo. ¿Te enteras? –Hugo asiente, ruborizado­– ¿Dónde esta Minie? –señala con el dedo índice aún tembloroso, sin decir nada, y veo a la perrita atada a la pata de la mesa de su escritorio, con las orejas hacia atrás y el rabito entre las patas traseras. La cojo y salgo por la ventana.
Devuelvo a Minie a su dueña, que la coge como si fuera un bebé, apretándola contra su cuello. La perrita le lame las lágrimas de las mejillas y mueve la cola nerviosa de un lado para otro. Martina la deja de vuelta en el suelo y me abraza fuerte, más que cuando Hugo me clavó el compás en la pierna, más incluso que cuando me ha rescatado del huerto de sangre. Más que nunca antes. Estaría así toda la vida, agarrado a su cintura y respirando el perfume de almendras de su coronilla. Se separa lo justo para mirarme los labios con su ojos oscuros como la noche y me besa dulcemente, haciendo que me flojeen las rodillas.
–Tú también me gustas, Gonzalo.