martes, 6 de noviembre de 2012

Símbolo de esperanza


Ainara se echó bocabajo sobre su cama, acomodándose bien entre los folios blancos y lápices de colores que la rodeaban. Empezó a colorear de amarillo el sol que había dibujado por la mañana en la esquina derecha de uno de los folios. Más abajo, junto al árbol, estaba ella agarrada de la mano de Begoña, su mejor amiga y su única familia.

            Cuando Ainara tenía unos seis meses, su madre la abandonó en la puerta del orfanato “Las Golondrinas”. En el viejo cochecito lleno de mugre, solo dejó un biberón con la leche cortada pegada en el fondo y una nota que decía: “Tiene leucemia.” Las monjas del orfanato no podían hacerse cargo de una niña enferma o, al menos, no de una enfermedad tan grave como aquella. La llevaron al hospital público más cercano y, desde entonces, la habitación doscientos treinta y cuatro de la planta de oncología se convirtió en su hogar.

            El día anterior, Ainara había cumplido seis años y Begoña la sorprendió con un estuche de lápices y un paquete de folios para dibujar. Begoña era una de las enfermeras de planta que cuidaban de los niños enfermos de cáncer. Tenía treinta años cuando la madre superiora del orfanato sacó a Ainara del viejo cochecito y se la puso entre los brazos. Jamás había visto un bebé más precioso que ella, a pesar de la delgadez y la piel cetrina. La monja le explicó que como la nota que la acompañaba venía sin nombre, a una de las hermanas se le ocurrió llamarla “Ainara”, cuyo significado bíblico era “golondrina”, igual que el nombre del orfanato donde la abandonaron sucia y hambrienta.

Casi un año antes de llegar la pequeña al hospital, Begoña sufrió un aborto inesperado en su quinto mes de embarazo. Perdió mucha sangre, la hija que esperaba con tanto anhelo y la posibilidad de volver a quedarse embarazada. Deprimida, dejó de comer, de reír, de hacer el amor, de hablar, solo le apetecía llorar acurrucada en el sofá, frente a la chimenea encendida. A los pocos meses, su marido se cansó de la tristeza que envolvía su casa, su cama, sus sábanas, su mujer… como una neblina grisácea y espesa que se colaba por las ventanas y los resquicios de las puertas, adhiriéndose a su piel y a su garganta, impidiéndole respirar, impidiéndole vivir. Se divorciaron. Cuando Begoña se incorporó al trabajo, tiempo después, llegó la pequeña Ainara, delgaducha y pálida, llevando hasta sus brazos el aleteo fresco de la primavera. La miró a los ojos, negros como las plumas del pájaro que le había dado su nombre, y prometió cuidar de ella para siempre.  
Con los años, Ainara veía cómo sus demás compañeros con leucemia se acababan recuperando, en la mayoría de los casos, se marchaban a casa y nunca más los volvía a ver, o morían de un día para otro, sin ni siquiera despedirse; por eso no se apegaba demasiado a los otros niños del hospital; sabía que, de un modo u otro, tan solo estaban de paso, pero no Begoña, que, desde el principio, siempre estuvo a su lado. Como aquella semana que tuvo fiebre y ella se quedó a dormir durante las siete noches en una silla junto a su cama, para que no estuviera sola. La visitaba muchas veces al día, más de las que le correspondían por turno y cuando Ainara tocaba el timbre de su habitación para llamar a las enfermeras, siempre acudía Begoña, aunque tuviese asignada las habitaciones de la otra ala de la planta. En cada cumpleaños, le llevaba un regalo que envolvía ella misma y le preparaba un bizcocho de limón casero la misma mañana para que estuviera recién horneado. En Nochebuena, Navidad y Fin de Año, cenaban las dos temprano en la habitación del hospital y cuando Ainara se quedaba dormida por el efecto del cuento que le leía Begoña, entonces se marchaba a la soledad de su casa.

Begoña apareció por la puerta con una bandeja de metal en las manos. El sol del mediodía que entraba por la ventana abierta justo detrás del cabecero de la cama iluminaba las piernas pálidas de Ainara.
–Hola, preciosa. Te traigo la comida. Sopa de picadillo y pollo empanado. De postre, un poco de bizcocho que sobró de ayer –la niña se levantó de un saltó dejando caer algunos folios al suelo y, antes incluso de que Begoña pudiera dejar la bandeja sobre la mesilla de noche, Ainara la agarró por detrás para darle un abrazo. Los picatostes de la sopa se mecían como veleros en un mar agitado y el caldo se acabó derramando por uno de los lados del plato. Begoña se dio la vuelta y la cogió en brazos para sentarla a su lado en el borde de la cama.
–Ainara, llevo días dándole vueltas a algo y quiero saber tu opinión –ella rodeó su manita entre las suyas y, después de unos segundos, continuó–. Los médicos dicen que estás mejorando y es posible que, en breve, puedas irte del hospital.
–¿Ir dónde, Begoña? Esta es mi casa –preguntó ella, inocente, al tiempo que abría mucho sus ojos oscuros y redondos como botones, de muñeca. Esa habitación llena de dibujos colgados con chinchetas era su hogar, lo único que había conocido. Jamás había salido del hospital, ni siquiera de la planta de oncología.
–Bueno, cuando te cures, si tú quisieras, podría adoptarte –Ainara guardó silencio durante unos instantes, como si no la comprendiera–. Te vendrías a vivir conmigo, a mi cas… –pero antes de que pudiera terminar la frase, Ainara volvió a rodearla fuerte entre sus brazos, pequeños y delgados.
–Sí, sí, sí. ¡Vámonos ya! –contestó la niña, encantada con los nuevos planes.
–Antes tienes que curarte. Cuando te den el alta, nos iremos a casa –las dos permanecieron abrazadas un rato más. Begoña acariciaba la pelusilla castaña que cubría la cabeza de Ainara. Los médicos la habían dejado de tratar con quimioterapia y radioterapia tras comprobar una evolución positiva y por fin volvía a salirle el pelo después de tantos meses.

Begoña, después de la conversación con Ainara, inició la solicitud para su adopción. Le pedían muchos requisitos: no ser mayor de cincuenta y cinco años ni menor de veinticinco, disfrutar de una renta mínima que las mantuviera a las dos de manera holgada y no tener expedientes penales; por suerte, los cumplía todos. Begoña se sentía madre de esa niña desde el mismo día que llegó a su vida y no necesitaba de un papel firmado confirmándole este hecho, sin embargo, sabía que lo necesitaba para poder llevársela con ella, a su casa.
Las dos hablaban a diario de cómo sería su nueva vida juntas, cuando la pequeña saliera del hospital. Begoña le llevaba fotos del que sería su nuevo dormitorio: una habitación rosa claro y ribetes blancos, con juguetes envueltos en papel de regalo encima de la cama; de Bigotes, su gato de angora color canela; y del parque infantil que había detrás del colegio. Fueron días de risas contagiosas y de planes a largo plazo. Se tenían la una a la otra. Eran felices.

Al tiempo de haber recibido el beneplácito del trámite de la adopción y bastante meses tras la interrupción del tratamiento, Ainara se despertó una mañana con más de cuarenta de fiebre; aún con antibióticos, los médicos no conseguían bajarle la calentura ni una décima. En pocas horas, unos puntitos rojos del tamaño de la cabeza de un alfiler se propagaron de repente por todo su cuerpo, atrincherándose en los párpados, en las ingles y hasta en el cielo de la boca; un dolor intenso en los huesos, sobre todo en las piernas, la dejó postrada en la cama, sin apenas poder moverse. Entre sudores fríos, sueros, inyecciones y lamentos fueron trascurriendo los días y las noches. Begoña estaba aterrada, se pasaba los minutos andando de un lado a otro de la habitación, con el regusto aciago que le causaba la impotencia de no poder hacer nada por ella. Después de trabajar, solo iba a casa para ponerle de comer a Bigotes y en seguida volvía al hospital para estar cerca de la niña.
Una tarde en la que Ainara iba y venía de un estado febril de inconsciencia, susurró el nombre de Begoña. Ella se sentó a su lado y le apretó la manita, sintiendo los huesecillos y las venas bajo la piel transparente; no pudo contener las lágrimas cuando la observó de cerca, tan pálida, tan demacrada, tan lejos de ella. Hacía muchos días que no comía y sus ojos parecían hundirse tras unas ojeras oscuras. Begoña le besó la frente húmeda por el sudor y el sabor acre y a medicinas se mezcló con sus lágrimas saladas. Le prometió que se pondría bien y que pronto se irían juntas a casa, pero ambas sabían que eso no era cierto.
La niña, con mucho esfuerzo, entreabrió un poco los labios y, muy bajito, dijo: “Te quiero mucho, mamá.” Cerró los ojos y su pecho, como un acordeón al que dejaran de soplarle, se fue desinflando lentamente, hasta exhalar esa última nota, ese último suspiro. Begoña enterró la cara entre sus manos y la apoyó sobre el vientre sin vida de Ainara. Empezó a llorar desconsolada, dejando salir en cada sollozo toda la pena, la rabia, la impotencia y el agotamiento acumulado. Otra vez estaba sola. Sola.

Notó una caricia en el brazo y cuando levantó la vista, esperando encontrarse con alguna compañera de planta que quisiera consolarla, dio un pequeño brinco al ver una golondrina que la observaba desde abajo. No parecía asustada, al contrario. Era negra azulada por arriba, con la frente y el cuello rojo y el pecho y la barriga de un blanco amarillento. Era preciosa y no muy grande. La golondrina dio saltitos por las sábanas hasta acercarse a sus manos, le picoteo unas cuantas veces y con suavidad la piel húmeda por las lágrimas, entre los dedos, en los nudillos y, después, desplegó las alas y desapareció por la ventana. Begoña siguió con la mirada vidriosa la dirección del vuelo del pajarillo. Se había posado sobre uno de los barcos pesqueros atracados al final del muelle. Begoña se limpió la cara con la manga del uniforme, besó los labios cuarteados de Ainara y se fue a pasear por el puerto. Llegó hasta el final del desembarcadero, pero la golondrina ya no estaba allí. Rompió a llorar una vez más.

–¿Estás bien? –le preguntó un hombre joven a sus espaldas.
Begoña se giró sobresaltada, con la conmoción no se había dado cuenta de que no estaba sola. Aquel hombre, que debía de ser pescador o marinero, estaba amarrando su barco a uno de los bolardos.
–Sí, gracias– contestó ella. El muchacho iba descamisado y Begoña se quedó unos segundos observando el tatuaje que se entreveía a la altura de su clavícula.
–Em… Es una golondrina –explicó él, llevándose una mano al dibujo. Ella seguía mirándole, en silencio–. Son aves migratorias y en la antigüedad ayudaban a los marineros a volver a casa. Para nosotros es como un símbolo de esperanza. Nos la tatuamos cuando volvemos por primera vez a tierra, sanos y salvos, después de muchas millas alejados de nuestro hogar, sobreviviendo penurias y tristezas –prosiguió él, aunque sin obtener más respuesta que unas cuantas lágrimas y silencio–. ¿Te apetecería tomar un café? Me sale muy bueno y las vistas a la bahía son preciosas desde la proa.
Begoña se sorbió la nariz y miró hacia el cielo. Estaba atardeciendo y decenas de golondrinas volaban ágiles sobre sus cabezas. Volvió a posar sus ojos sobre él y asintió.