lunes, 17 de diciembre de 2012

Tuyo siempre, Aarón


No se oía el bullicio del pueblo, ni el motor de los coches, que habían sido desviados hacia la nueva carretera que iba a la ciudad. Si no fuera por la vida que provenía del mismo campo, el antiguo cementerio estaría totalmente muerto. Desde detrás de cada arbusto y cada árbol se escuchaba el canto de las cigarras macho y el zumbido de algunas abejas obreras que buscaban néctar en el interior de las florecillas silvestres crecidas durante la primavera. Unos cuantos gorriones y verdecillos examinaban cautelosos el paisaje antes de descender de sus ramas para comerse las simientes que encontraban en el suelo. El sol del mediodía apretaba con fuerza en lo alto del cielo y un soplo débil y cálido ayudaba a transportar los sonidos de un lado a otro del cementerio. Ni una sola de esas viejas lápidas de piedra resquebrajada ofrecían un ápice de sombra. Alejandro parpadeó varias veces, la claridad del día le escocía los ojos. Todos los poros del cuerpo le goteaban sobrecalentados por el sol y sentía un dolor punzante en la mano. El olor a campo almizclado con su propia fetidez a sudor intenso se le hizo insoportable. Se giró sobre un lado y, después de dos o tres arcadas, vomitó un líquido amargo del color del trigo. Se sentó como pudo y dejó caer su espalda contra la estela caldeada. Vio que su camisa a rayas blancas y azules estaba manchada de rojo, al igual que su pantalón y la punta de uno de sus zapatos. El fluido rojizo le provenía de su mano izquierda. Su dedo corazón había desaparecido, ya no estaba ahí; en su lugar, un muñón cubierto de sangre seca y costra blanda y amarillenta dejaba un hueco perturbador entre los otros cuatro dedos....





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