Me despierto desorientada, con un dolor de cabeza terrible
y la garganta tan seca que al tragar la escasa saliva que segrega mi boca, me
abrasa a su paso como si fuera lava. Estoy tumbada bocarriba, encerrada en una
especie de caja que apenas me deja mover los brazos y las piernas, por lo que
no puedo hacer la fuerza suficiente contra la tapadera para abrirla. El ambiente
a sauna seca es insoportable; la temperatura es altísima, sin apenas
ventilación, más la que entra por algún recoveco que siento pero no veo, y la
humedad, inapreciable, solo proviene de mi mal aliento y mi sudor acre. Tengo
la camiseta empapada, pegajosa, adherida a la barriga y la espalda como una
segunda piel, y he debido de hacerme pis encima, porque, a pesar de no notar
muy mojados los pantalones, el olor a orín rancio es asqueroso.
Grito con una voz ronca que me sorprende. Vuelvo a gritar
otra vez y otra vez más, hasta que se me va aclarando la aspereza y puedo pedir
socorro en el tono más alto y agudo que me permite mi garganta. Nadie me
contesta.
Tengo
la respiración tan agitada que siento el corazón bombeando frenético a la
altura de la nuez, a punto de vomitarlo. Me concentro unos minutos en recordar
la última imagen de mi cerebro; algo antes de aparecer aquí. Nada.
Cuando
consigo que mis jadeos se vuelvan suspiros, escucho un pitido molesto en mis
oídos –como un zumbido metálico o un campanilleo constante–, creo que algo más
sonoro en el izquierdo.
De repente, una imagen borrosa se cruza por mi cabeza. Me
veo a mí misma conduciendo en dirección al trabajo, cuando un coche de color
oscuro se me echa encima en la carretera. Luego, sonido a chapa, cristales
rotos y airbags. Recuerdo también el sonido de una ambulancia y la voz
tranquilizadora de un hombre uniformado, quizá calvo, no sé, que me asegura que
todo saldrá bien. Dios mío, creo que he tenido un accidente. ¿Será posible? ¿Me
han enterrado viva?
El miedo y la claustrofobia se apoderan de mí y me desgañito
pidiendo ayuda, pataleo y aporreo la tapa hasta que el cansancio y la falta de
oxigeno limpio me hacen parar, mareada. Noto como las gotitas de sudor me
resbalan por la sien y se pierden bajo la nuca.
Creo que escucho algo. Sí, algo unos decibelios más alto
que mi propio tintineo. Contengo la respiración y agudizo el oído. ¿Qué es ese
sonido? Son… Son cigarras. Eso quiere decir que aún debe der ser de día y que
no estoy bajo tierra. Lo que no sé es si todavía será martes. Me pregunto
cuánto tiempo habré estado inconsciente, encerrada en este sitio.
Intento recuperar de nuevo el aliento. Tengo que tranquilizarme,
así podré pensar con más claridad. Vamos a ver, por el tacto, estoy casi segura
que la ropa es la misma que llevaba durante el accidente. Los bolsillos del
pantalón están vacíos y me falta un tacón. Jamás me enterrarían así vestida. Me
estiro todo lo que puedo y deslizo los pies y las manos por ambos lados en
busca de mi bolso, de mi móvil, de algo. Nada…
Tengo que salir de aquí. Quizá sea mejor aporrear la
tapadera con menos fuerza pero más tiempo, que hacerlo unos segundos con todas
mis ganas. Golpeo, cada dos segundos, el puño derecho con el brazo extendido
hacia mis piernas, sin poder flexionar el codo, porque la altura de la caja es
mínima. Pero cuando llevo unos pocos minutos, se me carga tanto el hombro que
tengo que parar, extasiada. Los nudillos de la mano me escuecen, seguro que me
he hecho sangre, y siento toda la piel del cuerpo recalentada y sudorosa.
No sé qué hacer. No hay nada que hacer. Voy a morir bajo el
sol, cocinada dentro de esta caja, en mi propia salsa de sudor y orina. Rompo a
llorar, extenuada, gimiendo y sorbiéndome los mocos. Intento lamerme las
lágrimas con la esperanza de que sacien mi sed, pero estoy bocarriba y estas
caen hacia los lados, amontonándose debajo de mi cuello, sobre mi pelo.
–No llores. Todo va a salir bien –dice alguien al otro
lado.
Un calambre me recorre por la espalda. Esa voz... Creo que reconozco esa voz. ¿El hombre de la ambulancia? Quiero preguntarle dónde
estoy, cómo he llegado y qué hago aquí encerrada, pero él vuelve a hablarme
justo antes de que yo pueda abrir la boca.
–En un rato, vendrán a buscarte. Todo va a salir bien.
–Deja de hablar con ella, estúpido. Venga, ya he recibido
el aviso. Nos acaban de ingresar el rescate. Nos largamos cagando leches.
Escucho pisadas, la puerta de un coche al cerrarse, el
motor arrancando y unas ruedas que se alejan ruidosas a través de la gravilla.
Continuará. O no...
Un comienzo muy interesante, angustiosa y claustrofóbica la escena. Espero la continuación.
ResponderEliminarAl leer el twitt pensé que se trataba de la segunda entrega. La espero impaciente.
ResponderEliminarMe acerco a tu blog Mayka para decirte que me ha sobrecogido tu relato, he sentido las mismas sensaciones que la protagonista lo cual dice mucho de tu forma de escribir, volveré como hacen las aves, siempre vuelven.
ResponderEliminarUn afectuoso saludo,