lunes, 20 de mayo de 2013

Los cipreses


Fue a los diecisiete años cuando el Padre Acevedo decidió que quería ser cura y convertirse en un experto espiritual. Deseaba predicar el Evangelio, promover el encuentro entre el hombre y Dios e instruir a los fieles en la fe a través de sus predicaciones y ejemplo de sacrificio personal. Siempre había pensado que vino a este mundo para escuchar, guiar y dar consuelo a toda persona que lo necesitase; hasta que llegó ella. Ahora solo podía pensar en darse consuelo así mismo.

En más de treinta años de servicio a la comunidad, jamás había estado con una mujer. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Sabía que, con sus redondeces lascivas, las féminas eran una tentación puesta por Satanás para apartar al hombre del bien. A pesar de todo, la carne es débil, pensaba él, que llevaba semanas masturbándose a deshoras en la soledad de su humilde habitación. Sabía que lo que hacía era pecado, pues toda su energía debía ir dirigida exclusivamente a Dios y no destinada al placer egoísta de sus sentidos. Por eso cuando terminaba, como penitencia, rezaba diez Ave María y se golpeaba el miembro con la Biblia, esperando que el dolor y la vergüenza le hicieran parar. Pero al día siguiente, volvía a pensar en ella, en sus labios, en sus ojos penetrantes, en su piel blanca y delicada, y el arrepentimiento de la noche anterior se desvanecía, ocupando su lugar el deseo y la lujuria.

Todo empezó tres meses atrás, cuando el sacerdote empezó a preparar a un grupo de niñas de la parroquia, de entre ocho y nueve años, para recibir el Sacramento de la Eucaristía. La catequesis duraba un año completo y el curso tenía lugar, durante una hora, todos los días por las tardes, excepto los fines de semana.
El primer día de catequesis, el Padre Acevedo se percató de la existencia de ella. De Valentina. Las niñas fueron entrando y se sentaron frente a sus pupitres, en silencio, a la espera de que empezara la clase. Todas tenían el pelo y los ojos oscuros, con tonos que variaban desde los castaños rojizos hasta los negros intensos. Pero ella tenía una melena rubia y ondulada que apenas le rozaba los hombros y unos ojos verdes profundos como los cipreses que rodeaban la Parroquia. Su cabecita sobresalía del resto del grupo. Era alta para su edad y esbelta. El sacerdote observó primero su nariz recta y puntiaguda, que apuntaba insolente al techo y, después, se detuvo en sus labios, pequeños y carnosos, que parecían pintados de un rosa claro. Pasados unos minutos, las niñas empezaron a mirarse unas a otras por el extraño comportamiento del cura, que permanecía en silencio. Valentina no pudo reprimir una risita que ayudó al Padre Acevedo a despertar de su trance. Él se limpió la comisura de los labios, carraspeó y desvió la mirada de esos ojos verdes que lo hipnotizaban hacia los cuatro Evangelios que había sobre su escritorio.
–Buenas tardes, hijas. Soy el Padre Acevedo. Mi misión de este curso es enseñaros y evangelizaros para que lleguéis a comprender el Sacramento de la Eucaristía y podáis hacer vuestra primera comunión, celebración en la que recibiréis por primera vez la hostia consagrada.
Valentina empezó a reír a carcajadas cuando escuchó la palabra “hostia”. El sacerdote la observó atónito. Sus ojos redondos se entrecerraron entre una maraña de pestañas claras y sus labios pulposos se estiraron mostrando unas paletas pequeñas y separadas que le daban un aspecto infantil y travieso. La lengua, que se veía plana en el interior de su boca y se movía hacia atrás y hacia delante por los espasmos que le producía la risa, hizo que el cura tuviese un breve pensamiento libidinoso. Nunca le había pasado algo parecido. Dio un puñetazo en la mesa, en parte para dejar de pensar y, también, para que la niña dejara de reír. Dos veces más durante esa clase, tuvo el cura que golpear el escritorio o levantar la voz para que la niña se comportara.
Y es que Valentina era una niña inquieta y arrolladora, que hablaba por los codos y muy alto. Le encantaba sonreír y reírse de todo y, al hacerlo, se le arrugaba la nariz de una forma pícara que él no soportaba. Se sentaba en su sillita con las piernas abiertas y balanceaba los pies de atrás a adelante y vuelta a empezar, rítmicamente, durante toda la hora. Verle la piel pálida y delicada por debajo del pupitre le torturaba por debajo de la sotana, en la entrepierna.
Después de cada clase, obligaba a Valentina a confesarse por todas las cosas que había hecho mal. Se sentaba en el confesionario, masturbándose en silencio, y la escuchaba hablar mientras observaba sus facciones aniñadas a través de la rejilla de madera. Le gustaba imaginarse que la mano que agitaba de arriba abajo su pene no era la suya propia, sino la de la pequeña de ojos verdes. Cuando la niña terminaba de admitir todas las cosas por las que la había castigado o reñido, el Padre Acevedo la hacía rezar allí mismo unos cuantos Padre Nuestro, Ave María o Glorias al Padre, para retenerla un rato más a su lado. Le excitaba correrse sabiendo que ella estaba ahí, tan cerca. Sabía que lo que hacía estaba mal, que era pecado y que no es lo que Dios quería para él, pero no podía parar. Su cuerpo se lo pedía. Después de que la niña hubiera terminado con la penitencia y la viera alejarse dando saltitos gráciles, él corría arrepentido a su habitación, ocultando entre las manos los restos de esperma que acababa de eyacular. Cogía el flagelo que tenía guardado en el fondo de su modesto armario y que nunca antes había utilizado y se azotaba la espalda tantas veces como su piel flácida podía soportar. Y, así, trascurrieron las semanas.

La misa diaria, los bautizos, los entierros, preparar a las parejas para el matrimonio, todo se le hacia pesado y eterno. Ni siquiera le apetecía escuchar las aburridas confesiones de los demás feligreses, a los que despachaba rápido, para ocupar su mente pensando en ella y en las cosas que quería hacerle. Se la imaginaba de rodillas frente a él, en el confesionario, con el polo blanco arremangado hasta los hombros mostrando su pecho plano de pezones rosados y diminutos. Le metía el pene en la boca y ella lo succionaba con fuerza, como hacía con los chupones que le regalaba después de clase, hasta que sus labios se inflamaban por la fricción y se volvían de un rojo más intenso. Solo deseaba que llegaran las tardes para ver a Valentina, que se portara mal en clase y tuviera que llevarla al confesionario.

Una tarde, la niña olvidó traer las tareas que había mandado el sacerdote el día anterior y tampoco se había aprendido de memoria todas las oraciones. El Padre Acevedo solía tener mucha paciencia, excepto con ella. La zarandeó del brazo y le gritó muy fuerte, tanto que Valentina se puso a llorar. Cuando acabó la clase, la guió, como cada tarde, hasta el confesionario, pero sus gimoteos eran tan escandalosos que decidió llevarla a su dormitorio. Se sentó en la cama y la montó en sus rodillas. Al principio pensaba solo en consolarla, ya se masturbaría cuando ella se marchara, pero al sentir su peso liviano sobre el muslo, no pudo evitar excitarse. Se asustó de que la niña pudiera notar su erección, pero, por suerte, la sotana era lo suficiente holgada para no marcar los contornos. Le frotó la espalda en círculos, de manera paternal al principio, y poco a poco, mientras ella se confesaba, fue cogiendo confianza y le acarició el hombro. Deslizó la mano por el brazo hasta llegar a la muñeca, que descansaba sobre su muslo delgado. La falda de cuadros rojos y verdes que a las demás niñas les cubría las rodillas, a ella, que era unos centímetros más alta, le dejaba la piel de las piernas descubiertas hasta casi la mitad. Le rodeó un par de veces la rodilla con la palma ahuecada y luego subió la mano por el muslo, hasta llegar a la línea fronteriza que marcaba la tela. Siguió este límite con el extremo de los dedos, humedeciéndose los labios con la lengua. La piel inmaculada de las piernas se iba hundiendo por la presión que ejercían sus yemas. Quería sacarse el pene y estrujarlo contra aquella carne casta y pura.
–¿Padre? –preguntó Valentina, captando su atención – Padre, ya he terminado de rezar. ¿Puedo irme ya? –había dejado de llorar, aunque su nariz aún estaba enrojecida.
Sabía que debía dejarla ir. Si alguien se enteraba de lo que hacía a escondidas o de lo que soñaba cada noche con hacerle a esa niña, la autoridad eclesiástica lo excomulgaría de la comunidad de los fieles y del uso de los sacramentos. Sería suspendido de todas sus funciones religiosas y acabaría en la cárcel apuñalado en los baños comunes por algún preso maníaco. Pero, ¿qué podía hacer? Su cuerpo había sido poseído por la lascivia y, día a día, ese apetito sexual depravado fue apoderándose también de su mente, la única parte juiciosa que hasta entonces le retenía de cometer una locura. Valentina le sostuvo la mirada, con ojos interrogantes. El iris se había aclarado a consecuencia de las lágrimas, adquiriendo un verdor azulado que le recordó a la vidriera de colores que había en la pared de la Parroquia.
El Padre Acevedo le sonrió y le pasó el dedo índice por el contorno de la cara, desde la sien hasta la barbilla. Lo posó sobre el labio inferior y lo arrastró hacia un lado, notando su voluptuosidad bajo la uña. Deseaba morderle la boca. Tragó saliva, la puso de pie en el suelo y dijo:
–Hija mía, para hacer la Primera Comunión debes ser buena. Siempre. Las personas malas no pueden recibir el sacramento de la Eucaristía. ¿Recuerdas que es la Eucaristía, Valentina?
–Sí, Padre. Es el sacrificio mismo del cuerpo y de la sangre del señor Jesús.
–Y ¿para qué se recibe este sacramento, niña?
–Para que Dios nos santifique y perdone nuestros pecados.
–¿Tú quieres hacer la Comunión?
–Sí. Claro, Padre.
–Cometes pecados todos los días y mucho me temo que rezar ya no es penitencia suficiente para ti. Así no puedo absolverte de ellos. Lo peor de todo es que las niñas malas van al infierno.
–¡No, Padre! ¡Por favor! Seré buena. Me portaré bien. Se lo prometo. Absuélvame, se lo suplico.
–De acuerdo, hija. No llores –la consoló y secó sus lágrimas con el dorso de la mano–. Los curas –prosiguió– representamos la palabra sagrada de Dios y Dios solo te perdonará si me dejas tomar tu cuerpo ahora –la niña guardó silencio, sin llegar a comprender lo que el Padre Acevedo quería decir–. No debes tener miedo a esta penitencia que te impone el Señor –presionó hacia abajo los hombros de Valentina hasta que la arrodilló en el suelo. Él se puso de pie, se levantó la sotana a la altura de la barriga velluda y deslizó sus calzoncillos amarillentos hasta sus tobillos. El pene erecto emergió balanceándose frente a la cara de la niña, que movió la cabeza hacia un lado.
–Hija –balbuceó excitado, mirándola desde arriba–, Jesús se reunió con los Apóstoles en el Cenáculo, tomó el pan y el vino que había en la mesa y ¿qué dijo entonces? ¿Qué dijo el Señor? –ella seguía con la mirada desviada a la puerta–. Valentina, ¡respóndeme! –le sujetó la barbilla entre los dedos y tiró de su mentón para que levantara la vista –. ¿No quieres hacer la primera comunión? ¿No quieres ir al cielo? –ella asintió, asustada–. Pues dime qué dijo.
–Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo –la pequeña gimoteaba, haciendo que las palabras salieran entrecortadas–. Tomad y bebed todos de él, porque esto es el cáliz de mi sangre. Contienen todo el bien espiritual de la Iglesia.
­            –Muy bien, muchacha –babeó él–. Ahora, toma y come. Toma y bebe.
Le apretó el pene duro contra los labios hasta que estos cedieron y se abrió paso hasta la garganta. La boca estaba caliente y húmeda y eran tan pequeña en comparación con su falo que la piel de las mejillas se volvieron tensas. Jamás había sentido un placer parecido. Se sujetó la sotana entre la barbilla y el pecho y colocó sus manos a ambos lados de su carita, guiándola en los movimientos. En uno de los envites, le introdujo el miembro tan fuerte y profundo que le provocó una arcada sonora. Las lágrimas empezaron a caerle por las mejillas. Ella apoyó las manos en sus muslos gordos y peludos y se separó de él, sollozando.
            –Quiero irme a casa.
–Cállate y sigue.
–Pero quiero irme ya –se sorbió los mocos.
–Cállate, pequeña zorra –la levantó del suelo por el pelo y la tiró en la cama boca arriba. Valentina empezó a llorar más alto. El Padre Acevedo le alzó la camiseta y dio un paso atrás, asustado, cuando le vio dos pequeños bultitos en el pecho–. ¡Tienes tetas! ¿Qué edad tienes? –la niña no respondió y él la abofeteó con dureza –¿Que qué edad tienes?
–Nueve –balbuceó.
Le levantó la falda y tiró de las braguitas rosas. Tenía una suave mata de pelo fino y rubio. No era eso lo que esperaba. Esperaba un cuerpo puro y aniñado, sin formas. No quería estar con una mujer, eso era pecado. Pero una niña, eso era diferente. No sabía qué hacer. No quería pecar, pero si la dejaba ir se lo contaría a alguien y su carrera habría terminado. La miraba con una mezcla de asco y excitación. Valentina tenía la cara húmeda por las lágrimas y las tetillas y el pubis al aire, incitándole. Se miró el miembro, que aún seguía tieso y vio como de la punta le emergía una gotita transparente. Su cuerpo le pedía que terminara lo que había empezado. Ya se flagelaría luego, pero ahora tenía que quitarse de encima ese sentimiento de excitación que no lo dejaba pensar con claridad. Le abrió las piernas a la fuerza y le apretó la vulva con el glande mojado de esperma hasta que los labios de su vagina se separaron y, poco a poco, fueron absorbiendo el trozo de carne. La niña soltó un alarido de dolor y otro y otro más fuerte. Si alguien la escuchaba, sería el fin de su profesión. Cogió la almohada y le tapó la cara para amortiguar sus gritos y con una mano le agarró de los brazos para que dejara de moverse. La embistió una y otra vez, con ira, hasta que por fin se derramó en su interior. Extenuado y sudoroso como nunca antes, se apartó de la niña. Sintió asco al ver su pene y las sábanas blancas de la cama manchadas de sangre. Pero, al menos, la excitación había desaparecido, después de tantas semanas. Ahora, sin embargo, la sensación de miedo y angustia se apoderaba de cada centímetro de su piel. De sus poros emanaba la culpa. Quería que la niña se levantara de una vez y se fuera de su habitación. Que le dejara a solas para poder rezar y pedir el perdón. Apartó la almohada de su cara y vio los ojos abiertos de la niña, perdidos. No se movía y tampoco respiraba. La acercó hacia el borde de la cama y le dio un guantazo en la mejilla. No hubo respuesta. La había asfixiado.  
Las dos tablas de piedra en las que Yahveh había escrito los diez mandamientos, con sus propios dedos, le vinieron a la mente. El Padre Acevedo se estremeció. Había pronunciado el nombre de Dios en vano, había cometido actos impuros, tenido pensamientos y deseos impuros. ¡Había matado! ¿Iría al infierno? No podía ser. Había dedicado toda su vida a la Iglesia y al Señor y, por un solo traspié, ¿lo castigarían como a un delincuente? Quizá si la reavivaba. Sí. Tenía que intentar reavivarla. Así sus pecados serían perdonados. Podría enmendar su error. La vida está llena de senderos siniestros y este no era más que una prueba que le había puesto Dios.
Se arremangó la sotana hasta los codos y se inclinó hacia delante, en la cama. Presionó ambas manos, varias veces seguidas, sobre el pecho desnudo de la niña. Le atrapó la nariz entre el dedo pulgar y el índice y le abrió la boca, tirando de la barbilla hacia abajo. Inspiró y le insufló una bocanada de aire rancio. Volvió a presionarle el pecho dos veces más y, a la tercera, Valentina empezó a toser espasmódica. Lo había conseguido. La había salvado. Ella se incorporó como pudo, reiniciando el llanto. Miró el miembro lacio del sacerdote y sus piernas ensangrentadas y, entre sollozos, gritó:
–¡Se lo voy a contar a mi madre! –bajó de la cama y anduvo tambaleante hacia la puerta. El Padre Acevedo, antes de que la pequeña pudiera agarrar el pomo, la golpeó en la cabeza con la Biblia que tenía en su mesita de noche. La niña voló hacia el pupitre, clavándose la esquina de madera en la sien. Cayó al suelo floja y, en segundos, un charco de sangre tiñó el suelo embaldosado.
El Padre Acevedo se quedó mirando el cuerpo inmóvil de Valentina y la Biblia que había a su lado. Se arregló la sotana y el pelo y salió de la habitación cerrando la puerta con llave. Ya pensaría después qué haría. Quizá llamar a los padres para decirles que había visto a la niña meterse en el coche de un extraño y enterrarla por la noche bajo alguno de los cipreses. Ya lo pensaría después. Tenía misa a las ocho y Dios sí que no perdonaba llegar tarde a esta ceremonia. 

1 comentario:

  1. Me pareció un relato estremecedor y bien construido. Y sin duda bastante real(personalmente conozco a varios curas que abusaron de niñas y niños, aunque no los mataron), aunque, quizá, haya cosas peores que la muerte...No te conocía, y me has sorprendido gratamente, te visitará siempre que pueda. Saludos!

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