Cojo mi bolso y la sudadera que
están en la entrada y salgo a toda prisa de la casa, dando un portazo. Me
aterra mirar atrás y encontrarme con José tras mis pasos, así que continúo con
la mirada al frente, sin detenerme. Ojalá no me siga.
Cuando llevo unos minutos
corriendo sin dirección alguna, me detengo asfixiada en la entrada de un
parque. Apoyo las manos sobre mis rodillas y me inclino hacia delante,
jadeando. Llevo tantos años sin correr que me cuesta recuperar el aliento. Sin
embargo, ya estoy acostumbrada a esta sensación de ahogo, a los dedos
asquerosos de José apretándome la garganta mientras me insulta o me pega o me
fuerza o las tres cosas a la vez...
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