Demon observaba desde su coche,
aparcado a unos cuantos metros del edificio Mirela, a los dos vigilantes que
custodiaban las puertas de la entrada. Eran los mismos tipos que consiguieron
escapar el día anterior de la fábrica. Iban vestidos de civiles y, a pesar de
estar anocheciendo, aún llevaban puestas las gafas de sol. Cogió del asiento
del copiloto el paquete que había preparado horas atrás y se bajó del coche.
Echó a andar a paso lento en dirección al edificio. Los vigilantes se le
quedaron mirando un momento, como si lo hubieran reconocido, pero en seguida
dejaron de hacerlo para fijarse en una chica morena de piernas largas que
cruzaba la calle. Demon atravesó las puertas del Mirela y se fue hacia la
recepción, al fondo del vestíbulo. Tras el mostrador había un hombre de color
uniformado de conserje. Tenía el símbolo de los tres seises unidos por los
extremos tatuado en el dorso de la mano. Era un serviens. Uno de los esclavos del clan Petrovic.
–Buenas noches. Vengo a entregar
el envío a Mihai Petrov –dijo Demon.
–Sí, gracias. Déjemelo a mí y yo
se lo subiré.
–Verá usted, tengo órdenes de
entregarlo personalmente.
–El señor Petrov es un hombre muy
ocupado y no quiere que se le moleste. No se preocupe, yo se lo haré llegar en
seguida.
–¿Eso es para mi padre,
Jefferson? –preguntó una mujer rubia que acababa de entrar por la puerta. Era
alta y tenía el pelo recogido en una coleta.
–Así es, señorita Petrova
–respondió el conserje agachando la cabeza. Evitaba mirarla a los ojos, aunque
tampoco hubiese sido necesario ese gesto, porque Ekaterina llevaba puestas unas
gafas de sol de pasta negra tan oscuras que no permitían ver más allá del
reflejo de sus cristales, pero era un práctica de sumisión y obediencia típica
de los serviens.
–¿Es el envío de los Stoichitas?
–Sí, señorita –respondió Demon–,
soy el nuevo nuntius.
–¿Qué pasó con el anterior
mensajero?
–El señor Razvan Stoica lo
entregó como donum con el último
envío. Asimismo, yo también he sido ofrecido como tributo a su familia.
Ekaterina se acercó a Demon y le
remangó la cazadora del brazo izquierdo.
–Estupendo –dijo al verle las
cicatrices de los brazos–. Jefferson, yo me encargo. Nuntius, sígueme.
Atravesaron el hall hacia la
derecha y esperaron a que llegara uno de los ascensores. Mientras los números
descendían en el marcador digital, Demon aprovechó la espera para observar de
soslayo a Ekaterina, que estaba mandando un mensaje de texto desde el móvil.
Llevaba unas botas altas y unos pantalones y camiseta negros tan ceñidos que la
tela apenas formaba arrugas. No llevaba bolso ni chaqueta, a pesar de hacer
bastante frío. Su piel era tan blanca y fina que se le intuían las venas
verdosas atravesándole los brazos y el cuello. En el dedo anular de la mano
derecha tenía puesto el sello del linaje Petrovic. Una antigua sortija de plata
con el escudo familiar: un símbolo parecido al infinito pero con los lados
rectilíneos. Era la runa del alfabeto gótico que se leía “daeg” y que equivalía
a la palabra “día”. Ese era el hechizo ancestral que permitía a los Petrovic
exponerse al sol y ese era uno de los objetivos de Demon: destruir la piedra
original en la que se grabó aquella runa siglos atrás y acabar con la vida de
Mihai Petrov.
Las puertas doradas del ascensor
se abrieron. Demon entró después de Ekaterina y se colocó más cerca de la
salida, con ella a sus espaldas. Un matrimonio de pelo cano que acababa de
entrar en el edificio aceleró el paso al ver el ascensor abierto. El anciano
hizo un gesto con la mano para pedirles que mantuvieran las puertas abiertas
hasta que llegaran ellos. Sin embargo, Ekaterina pulsó el botón para que se
cerrasen y luego metió la llave en la única cerradura que había en el panel. El
último piso. Después de tanto tiempo buscando la guarida de los Petrovic en el
subsuelo, al final la había encontrado, y casi por casualidad, en la planta
cien del edificio Mirela. Un rascacielos moderno y estrambótico que atraía cada
día a cientos de turistas.
Iban por la planta diecisiete
cuando Ekaterina se fijó en el cuello moreno de Demon. Le apartó la cazadora y
vio que no tenía marcado a fuego el símbolo de los nuntius: un lobo gris. Demon dejó caer el paquete al suelo, se giró
hacia ella rápidamente y la golpeó con fuerza con el puño cerrado. Ekaterina
apenas se movió del sitio, tan solo se le ladeó la cabeza, pero sus gafas de
sol se estrellaron contra el lateral de terciopelo rojo. Cuando recobró la
compostura, Demon vio sus enormes ojos negros. No había nada humano en ellos.
Solo oscuridad. No se diferenciaba el iris de la pupila y, lo que debía ser
blanco, también era siniestramente negro.
Ekaterina chilló y sus colmillos
se alargaron hasta duplicar su tamaño.
Se abalanzó histérica sobre él para intentar morderle los
brazos, los hombros, el torso, mientras esquivaba con facilidad los puñetazos y
patadas que recibía. Se enganchó a su espalda y le mordió el cuello. Demon la
sujetó de la cabeza y tiró de ella hacia delante. Le dio una patada tan fuerte
en el estómago que la estampó contra el lateral. Sus huesos crujieron y el
metal escondido tras el terciopelo rojo se hundió. Ella vio como la mordedura
del cuello se le iba cerrando. Curaba como un vampiro, pero sabía que no era
uno de ellos. Su sangre era la de un mortal. La había probado.
–Tú… Tú eres…
–Lo último que vas a ver.
Demon se sacó la estaca de madera
de la parte trasera del pantalón y se la clavó en el pecho. Ekaterina gritó de
dolor. El color de su piel se oscureció como la ceniza, pero aún seguía viva.
Eso solo podía significar una cosa. No había conseguido atravesarle el corazón,
aunque la herida consiguió debilitarla.
Le dio un puñetazo inesperado a Demon en la cara que lo hizo
tambalearse. Se llevó las manos al palo y tiró de él para sacarlo de su cuerpo.
Demon se incorporó y se dio cuenta de lo que trataba de hacer, entonces, dio un
salto en el aire y pateó con fuerza el centro de la estaca, atravesándole el
torso. La piel de Ekaterina se arrugó como si fuera una anciana de mil años, su
pelo encaneció de repente y los ojos se le tornaron grises. Estaba muerta.
Planta noventa y ocho. Demon
cogió el paquete y abrió la trampilla del techo.
Las puertas se abrieron y los
vampiros que custodiaban la entrada a la casa de Petrov vieron a Ekaterina
reducida a piel y huesos. Desde su escondite, Demon lanzó varias bolas de metal
del tamaño de puños a los pies de los vampiros. A los tres segundos, todas
explotaron a la vez, liberando miles de fragmentos puntiagudos de madera.
Demon retiró la estaca del pecho inerte de Ekaterina, que se
desplomó en el suelo, y se adentró en la guarida de Petrov. Había llegado la
hora de la venganza.
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