martes, 6 de agosto de 2013

El hechizo Daeg


Demon observaba desde su coche, aparcado a unos cuantos metros del edificio Mirela, a los dos vigilantes que custodiaban las puertas de la entrada. Eran los mismos tipos que consiguieron escapar el día anterior de la fábrica. Iban vestidos de civiles y, a pesar de estar anocheciendo, aún llevaban puestas las gafas de sol. Cogió del asiento del copiloto el paquete que había preparado horas atrás y se bajó del coche. Echó a andar a paso lento en dirección al edificio. Los vigilantes se le quedaron mirando un momento, como si lo hubieran reconocido, pero en seguida dejaron de hacerlo para fijarse en una chica morena de piernas largas que cruzaba la calle. Demon atravesó las puertas del Mirela y se fue hacia la recepción, al fondo del vestíbulo. Tras el mostrador había un hombre de color uniformado de conserje. Tenía el símbolo de los tres seises unidos por los extremos tatuado en el dorso de la mano. Era un serviens. Uno de los esclavos del clan Petrovic.
–Buenas noches. Vengo a entregar el envío a Mihai Petrov –dijo Demon.
–Sí, gracias. Déjemelo a mí y yo se lo subiré.
–Verá usted, tengo órdenes de entregarlo personalmente.
–El señor Petrov es un hombre muy ocupado y no quiere que se le moleste. No se preocupe, yo se lo haré llegar en seguida.
–¿Eso es para mi padre, Jefferson? –preguntó una mujer rubia que acababa de entrar por la puerta. Era alta y tenía el pelo recogido en una coleta.
–Así es, señorita Petrova –respondió el conserje agachando la cabeza. Evitaba mirarla a los ojos, aunque tampoco hubiese sido necesario ese gesto, porque Ekaterina llevaba puestas unas gafas de sol de pasta negra tan oscuras que no permitían ver más allá del reflejo de sus cristales, pero era un práctica de sumisión y obediencia típica de los serviens.
–¿Es el envío de los Stoichitas?
–Sí, señorita –respondió Demon–, soy el nuevo nuntius.
–¿Qué pasó con el anterior mensajero?
–El señor Razvan Stoica lo entregó como donum con el último envío. Asimismo, yo también he sido ofrecido como tributo a su familia.
Ekaterina se acercó a Demon y le remangó la cazadora del brazo izquierdo.
–Estupendo –dijo al verle las cicatrices de los brazos–. Jefferson, yo me encargo. Nuntius, sígueme.
Atravesaron el hall hacia la derecha y esperaron a que llegara uno de los ascensores. Mientras los números descendían en el marcador digital, Demon aprovechó la espera para observar de soslayo a Ekaterina, que estaba mandando un mensaje de texto desde el móvil. Llevaba unas botas altas y unos pantalones y camiseta negros tan ceñidos que la tela apenas formaba arrugas. No llevaba bolso ni chaqueta, a pesar de hacer bastante frío. Su piel era tan blanca y fina que se le intuían las venas verdosas atravesándole los brazos y el cuello. En el dedo anular de la mano derecha tenía puesto el sello del linaje Petrovic. Una antigua sortija de plata con el escudo familiar: un símbolo parecido al infinito pero con los lados rectilíneos. Era la runa del alfabeto gótico que se leía “daeg” y que equivalía a la palabra “día”. Ese era el hechizo ancestral que permitía a los Petrovic exponerse al sol y ese era uno de los objetivos de Demon: destruir la piedra original en la que se grabó aquella runa siglos atrás y acabar con la vida de Mihai Petrov.
Las puertas doradas del ascensor se abrieron. Demon entró después de Ekaterina y se colocó más cerca de la salida, con ella a sus espaldas. Un matrimonio de pelo cano que acababa de entrar en el edificio aceleró el paso al ver el ascensor abierto. El anciano hizo un gesto con la mano para pedirles que mantuvieran las puertas abiertas hasta que llegaran ellos. Sin embargo, Ekaterina pulsó el botón para que se cerrasen y luego metió la llave en la única cerradura que había en el panel. El último piso. Después de tanto tiempo buscando la guarida de los Petrovic en el subsuelo, al final la había encontrado, y casi por casualidad, en la planta cien del edificio Mirela. Un rascacielos moderno y estrambótico que atraía cada día a cientos de turistas.
Iban por la planta diecisiete cuando Ekaterina se fijó en el cuello moreno de Demon. Le apartó la cazadora y vio que no tenía marcado a fuego el símbolo de los nuntius: un lobo gris. Demon dejó caer el paquete al suelo, se giró hacia ella rápidamente y la golpeó con fuerza con el puño cerrado. Ekaterina apenas se movió del sitio, tan solo se le ladeó la cabeza, pero sus gafas de sol se estrellaron contra el lateral de terciopelo rojo. Cuando recobró la compostura, Demon vio sus enormes ojos negros. No había nada humano en ellos. Solo oscuridad. No se diferenciaba el iris de la pupila y, lo que debía ser blanco, también era siniestramente negro.
Ekaterina chilló y sus colmillos se alargaron hasta duplicar su tamaño.
Se abalanzó histérica sobre él para intentar morderle los brazos, los hombros, el torso, mientras esquivaba con facilidad los puñetazos y patadas que recibía. Se enganchó a su espalda y le mordió el cuello. Demon la sujetó de la cabeza y tiró de ella hacia delante. Le dio una patada tan fuerte en el estómago que la estampó contra el lateral. Sus huesos crujieron y el metal escondido tras el terciopelo rojo se hundió. Ella vio como la mordedura del cuello se le iba cerrando. Curaba como un vampiro, pero sabía que no era uno de ellos. Su sangre era la de un mortal. La había probado.
–Tú… Tú eres…
–Lo último que vas a ver.
Demon se sacó la estaca de madera de la parte trasera del pantalón y se la clavó en el pecho. Ekaterina gritó de dolor. El color de su piel se oscureció como la ceniza, pero aún seguía viva. Eso solo podía significar una cosa. No había conseguido atravesarle el corazón, aunque la  herida consiguió debilitarla.
Le dio un puñetazo inesperado a Demon en la cara que lo hizo tambalearse. Se llevó las manos al palo y tiró de él para sacarlo de su cuerpo. Demon se incorporó y se dio cuenta de lo que trataba de hacer, entonces, dio un salto en el aire y pateó con fuerza el centro de la estaca, atravesándole el torso. La piel de Ekaterina se arrugó como si fuera una anciana de mil años, su pelo encaneció de repente y los ojos se le tornaron grises. Estaba muerta.
Planta noventa y ocho. Demon cogió el paquete y abrió la trampilla del techo.
Las puertas se abrieron y los vampiros que custodiaban la entrada a la casa de Petrov vieron a Ekaterina reducida a piel y huesos. Desde su escondite, Demon lanzó varias bolas de metal del tamaño de puños a los pies de los vampiros. A los tres segundos, todas explotaron a la vez, liberando miles de fragmentos  puntiagudos de madera.
Demon retiró la estaca del pecho inerte de Ekaterina, que se desplomó en el suelo, y se adentró en la guarida de Petrov. Había llegado la hora de la venganza.

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