lunes, 4 de febrero de 2013

Ansiadas vacaciones


Me descalzo en cuanto mis pies pisan la playa, pero el calor que irradia la arena me abrasa tanto las plantas que tengo que ir dando saltitos de marioneta hasta que llego a la orilla y puedo refrescarme en el agua. Casi puedo ver un humillo de fuego extinguido emanar de entre mis dedos, que se van hundiendo lentamente en el fango. Siento el contraste desagradable del calor sahariano de la arena y el frío del océano atlántico recorrerme la espalda y, en seguida, noto los pelillos de mis brazos tiesos como púas de erizo. De la espuma blanca surgen diminutas burbujas que estallan en la arena y sobre mis pies.  El sonido a sales efervescentes me recuerda a todos los vasos de paracetamol tomados durante el invierno para acabar con mis dolores de cabeza. Necesitaba estas vacaciones. 
Me desato el pareo ibicenco que llevo anudado al cuello al estilo Elena de Troya y lo extiendo con paciencia cerca de la orilla. Me tumbo bocarriba, en dirección al sol, cierro los ojos y me digo a mí misma que hoy por fin puedo relajarme por primera vez después de muchos meses de trabajo estresante. Inhalo una bocanada de aire sureño y el olor intenso a algas y salitre me recorre el principio de la garganta, instalándose en los pulmones, refrescándolos, hasta que lo expulso dos segundos después con un fuerte suspiro. Escucho a las niñas de mi derecha que, entre risas, barren con sus rastrillos de juguete la arena mojada y luego gritan enfadadas a la ola que acaba de engullir su castillo de princesas. Cojo aire una vez más y me dejo llevar por el cansancio.