Me descalzo en cuanto mis pies
pisan la playa, pero el calor que irradia la arena me abrasa tanto las plantas
que tengo que ir dando saltitos de marioneta hasta que llego a la orilla y
puedo refrescarme en el agua. Casi puedo ver un humillo de fuego extinguido
emanar de entre mis dedos, que se van hundiendo lentamente en el fango. Siento
el contraste desagradable del calor sahariano de la arena y el frío del océano
atlántico recorrerme la espalda y, en seguida, noto los pelillos de mis brazos tiesos
como púas de erizo. De la espuma blanca surgen
diminutas burbujas que estallan en la arena y sobre mis pies. El sonido a sales efervescentes me recuerda a
todos los vasos de paracetamol tomados durante el invierno para acabar con mis
dolores de cabeza. Necesitaba estas vacaciones.
Me desato el pareo ibicenco que
llevo anudado al cuello al estilo Elena de Troya y lo extiendo con paciencia
cerca de la orilla. Me tumbo bocarriba, en dirección al sol, cierro los ojos y
me digo a mí misma que hoy por fin puedo relajarme por primera vez después de
muchos meses de trabajo estresante. Inhalo una bocanada de aire sureño y el
olor intenso a algas y salitre me recorre el principio de la garganta,
instalándose en los pulmones, refrescándolos, hasta que lo expulso dos segundos
después con un fuerte suspiro. Escucho a las niñas de mi derecha que, entre
risas, barren con sus rastrillos de juguete la arena mojada y luego gritan
enfadadas a la ola que acaba de engullir su castillo de princesas. Cojo aire una vez más y me dejo llevar por el cansancio.