lunes, 13 de mayo de 2013

Un giro de tuerca de "el cielo protector", de Paul Bowles


Me desperté confundido, en una habitación empapelada de blanco y muebles grises que me decía bien poco. Sentía los brazos pesados y la boca espesa como si hubiese estado sumergido en la nada demasiado tiempo. Era tal mi aturdimiento que ni siquiera tenía fuerzas para definir mi situación en el tiempo y en el espacio; aunque tampoco lo deseaba. Para regresar de esa nada aciaga en la que había estado navegando, tuve que atravesar vastas regiones. En el centro de mi conciencia, un océano de aguas oscuras y revueltas, hallé la certidumbre de una infinita tristeza, pero esa tristeza me reconfortaba porque era lo único que me resultaba familiar. No necesitaba otro consuelo. Permanecí un rato inmóvil, en un descanso absoluto, respirando tan sutilmente que mi pecho apenas subía ni bajaba. Poco a poco fui hundiéndome en una de esas somnolencias ligeras, momentáneas, que suelen suceder a un sueño largo y profundo. De pronto volví a abrir los ojos, sobresaltado, y consulté mi reloj de pulsera. Fue un puro acto reflejo. Al ver la hora me desconcerté. Me incorporé de un salto con el corazón bombeándome en el hueco de las orejas, eché una mirada a la habitación charra, al papel blanco que se tornaba amarillento por el paso del tiempo y los ribetes y dibujos ennegrecidos por el moho, que debieron de ser grises, a juego con los muebles viejos. Me llevé una mano a la frente y con un profundo suspiro volví a tenderme en la cama. Ya sabía dónde estaba. Anochecía y había dormido desde el almuerzo. Unos segundos después, oí a mi mujer en la habitación contigua, tarareando alguna cancioncilla y andando con sus chinelas sobre el liso suelo de baldosas, que, como un instrumento de percusión exótico hecho de cerámica, me devolvía el eco sordo de sus pisadas.
Había alcanzado otro nivel de conciencia en el que no me bastaba la mera certeza de estar vivo, por lo que ese ruido familiar me tranquilizó. Bocarriba en la cama y con mi mente más despejada, se me hizo muy difícil aceptar la alta, estrecha habitación con su cielo raso envigado y los grandes dibujos anodinos del papel de las paredes. Me sentía atrapado, a la deriva en un mar de colores neutros en el que el único punto de luz, de vida, provenía a través de los vidrios rojos y anaranjados de una ventana cerrada, que dibujaba extraños reflejos ocres, como hojas secas de otoño, en el suelo y en las sábanas. Olía a papel mojado y a polvo añejo. Me faltaba el aire. Me obligué a bostezar sin ganas; necesitaba algo de oxigeno que me llenara los pulmones, que los limpiara, pero por más que inhalaba, solo sentía ese tufo rancio a viruta vieja recorrerme la garganta, desgarrándola.
Más tarde, bajaría de la alta cama para abrir la ventana y, en ese momento en el que el bullicio de la calle y una brisa fresca lo inundara todo, recordaría mi sueño. Porque, aunque me era imposible reconstruir un solo detalle, estaba seguro de haber soñado. Del otro lado de la ventana habría aire otoñal, tejados acanalados de barro cocido, la ciudad revuelta, el mar tranquilo. El viento vespertino me alborotaría el pelo, me refrescaría la cara y en ese momento reaparecería el sueño.
Pero hasta que conseguí reunir las fuerzas para bajarme de la cama y abrir la ventana, lo único que pude hacer fue seguir tendido como estaba, con los ojos entrecerrados y la mirada perdida en las vigas carcomidas del techo, respirando lentamente, casi a punto de dormirme de nuevo, paralizado en el cuarto sin aire, inhalando moho y ácaros y virutas de madera podrida, no a la espera del crepúsculo, sino quedándome inmóvil hasta que llegara.