Me desperté confundido, en una habitación empapelada de
blanco y muebles grises que me decía bien poco. Sentía los brazos pesados y la
boca espesa como si hubiese estado sumergido en la nada demasiado tiempo. Era
tal mi aturdimiento que ni siquiera tenía fuerzas para definir mi situación en
el tiempo y en el espacio; aunque tampoco lo deseaba. Para regresar de esa nada
aciaga en la que había estado navegando, tuve que atravesar vastas regiones. En
el centro de mi conciencia, un océano de aguas oscuras y revueltas, hallé la
certidumbre de una infinita tristeza, pero esa tristeza me reconfortaba porque
era lo único que me resultaba familiar. No necesitaba otro consuelo. Permanecí
un rato inmóvil, en un descanso absoluto, respirando tan sutilmente que mi pecho
apenas subía ni bajaba. Poco a poco fui hundiéndome en una de esas somnolencias
ligeras, momentáneas, que suelen suceder a un sueño largo y profundo. De pronto
volví a abrir los ojos, sobresaltado, y consulté mi reloj de pulsera. Fue un
puro acto reflejo. Al ver la hora me desconcerté. Me incorporé de un salto con
el corazón bombeándome en el hueco de las orejas, eché una mirada a la
habitación charra, al papel blanco que se tornaba amarillento por el paso del
tiempo y los ribetes y dibujos ennegrecidos por el moho, que debieron de ser
grises, a juego con los muebles viejos. Me llevé una mano a la frente y con un
profundo suspiro volví a tenderme en la cama. Ya sabía dónde estaba. Anochecía
y había dormido desde el almuerzo. Unos segundos después, oí a mi mujer en la
habitación contigua, tarareando alguna cancioncilla y andando con sus chinelas
sobre el liso suelo de baldosas, que, como un instrumento de percusión exótico
hecho de cerámica, me devolvía el eco sordo de sus pisadas.
Había alcanzado otro nivel de conciencia en el que no me
bastaba la mera certeza de estar vivo, por lo que ese ruido familiar me
tranquilizó. Bocarriba en la cama y con mi mente más despejada, se me hizo muy
difícil aceptar la alta, estrecha habitación con su cielo raso envigado y los
grandes dibujos anodinos del papel de las paredes. Me sentía atrapado, a la
deriva en un mar de colores neutros en el que el único punto de luz, de vida,
provenía a través de los vidrios rojos y anaranjados de una ventana cerrada,
que dibujaba extraños reflejos ocres, como hojas secas de otoño, en el suelo y
en las sábanas. Olía a papel mojado y a polvo añejo. Me faltaba el aire. Me
obligué a bostezar sin ganas; necesitaba algo de oxigeno que me llenara los
pulmones, que los limpiara, pero por más que inhalaba, solo sentía ese tufo
rancio a viruta vieja recorrerme la garganta, desgarrándola.
Más tarde, bajaría de la alta cama para abrir la ventana
y, en ese momento en el que el bullicio de la calle y una brisa fresca lo
inundara todo, recordaría mi sueño. Porque, aunque me era imposible reconstruir
un solo detalle, estaba seguro de haber soñado. Del otro lado de la ventana
habría aire otoñal, tejados acanalados de barro cocido, la ciudad revuelta, el
mar tranquilo. El viento vespertino me alborotaría el pelo, me refrescaría la
cara y en ese momento reaparecería el sueño.
Pero hasta que conseguí reunir las fuerzas para bajarme de la cama y abrir
la ventana, lo único que pude hacer fue seguir tendido como estaba, con los
ojos entrecerrados y la mirada perdida en las vigas carcomidas del techo,
respirando lentamente, casi a punto de dormirme de nuevo, paralizado en el
cuarto sin aire, inhalando moho y ácaros y virutas de madera podrida, no a la
espera del crepúsculo, sino quedándome inmóvil hasta que llegara.