viernes, 28 de junio de 2013

Un bosque siniestro


El edredón de plumas que nos habían regalado por nuestra boda y que yo tanto apreciaba estaba tirado en el suelo de cualquier manera. Mi marido estaba desnudo en la postura del misionero sobre mi lado de la cama, jadeando. Esa postura era mi favorita, aunque Manolo siempre prefería que yo estuviera de espaldas. Con cada embestida que daba, el sudor se desprendía de su piel, de sus sienes marcadas, de la punta de su nariz, de sus sobacos rasurados. Algunas gotas las vi caer en las sábanas blancas de lino, formando pequeños surcos grisáceos sobre el tejido; otras caían sobre Paco, el marido de mi mejor amiga, que estaba boca arriba con las piernas velludas apoyadas sobre sus hombros, recibiendo los embates con grititos agudos de mariconazo...




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Me perteneces


Cojo mi bolso y la sudadera que están en la entrada y salgo a toda prisa de la casa, dando un portazo. Me aterra mirar atrás y encontrarme con José tras mis pasos, así que continúo con la mirada al frente, sin detenerme. Ojalá no me siga.

Cuando llevo unos minutos corriendo sin dirección alguna, me detengo asfixiada en la entrada de un parque. Apoyo las manos sobre mis rodillas y me inclino hacia delante, jadeando. Llevo tantos años sin correr que me cuesta recuperar el aliento. Sin embargo, ya estoy acostumbrada a esta sensación de ahogo, a los dedos asquerosos de José apretándome la garganta mientras me insulta o me pega o me fuerza o las tres cosas a la vez...




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