lunes, 3 de diciembre de 2012

Papá, quiero ser empresario


Como sabes, Antonio, hijo, cuando tenía tu edad, y de esto ya hace más de cuarenta años, abrí nuestro restaurante. Ni te puedes imaginar las vueltas que tuve que dar hasta hacerme con la licencia de apertura.
Una mañana como hoy, me dirigí al Registro de Entrada del excelentísimo Ayuntamiento de Córdoba. Me atendió un señor entrado en carnes al que, por su prominente calva y unos surcos profundos en la frente y ojos, supuse que le quedaba poco tiempo para jubilarse. Me dijo que para entregarme la hoja de solicitud para la apertura de un negocio, me hacía falta un certificado de Gerencia de Urbanismo. Como era casi la una y media de la tarde, ya no me daba tiempo ir a recoger el certificado que me pedía y volver, así que lo dejé para la mañana siguiente.
Cuando llegué a Urbanismo a primera hora, el conserje que había en la entrada me indicó que siguiera recto el pasillo, tomara la segunda puerta que había a la derecha y preguntara por la señorita Carmencita. Entré en una sala amplia y diáfana en la que habría unos quince escritorios, aunque todas las sillas estaban vacías. Los trabajadores estaban de pie junto a la mesa que había cerca del ventanal. Me acerqué a ellos y vi a una chica morena, de mi edad, más o menos, que reía y giraba, con la ayuda de sus pies, sobre una silla que no tenía respaldo, mientras los demás, que, casualmente, eran todos hombres, la piropeaban: “Carmencita, qué guapa estás hoy. Carmencita, levántate que te veamos.” Los primeros tres botones de su camisa blanca estaban desabrochados y su falda de tubo azul marina que bajaba hasta la rodilla parecía una segunda piel en sus muslos carnosos. Intenté con un “perdonen”, luego un “disculpen” y después un “oiga”, pero nadie me hizo caso. Todos babeaban por las feromonas que desprendía el escote de la muchacha. Al girarme para salir por donde había venido, en busca de alguien que sí tuviera la intención de ayudarme, vi que detrás de una de las dos columnas de la habitación había un escritorio ocupado por un hombre que estaba de espaldas y que parecía estar trabajando. Me acerqué por detrás y me presenté con un “buenos días”, pero cuando estuve a su altura, me di cuenta de que el trabajador tenía la frente apoyada sobre un montón de papeles y los brazos lánguidos le colgaban a los lados del cuerpo. Volví a intentar con otro “buenos días”, esa vez más grave, pero no obtuve respuesta. Di un par de zancadas y me acerqué de nuevo al corro. Toqué el hombro de uno de los funcionarios, que se giró para mirarme enfadado por haberle interrumpido en mitad de su proceso de cortejo, y le comenté que su compañero estaba tirado en la mesa y no respondía. Todos se apresuraron al escritorio, alarmados de que a Paco, así se llamaba, le hubiera pasado algo. Carmencita se llevó las manos a la boca pintada de carmín y sugirió en un susurro que podría haber sido un infarto. Otro compañero descolgó el teléfono para llamar a urgencias, pero el más joven de todos, que, aún así, casi duplicaba mi edad, zarandeó fuerte los hombros de Paco hasta que este levantó la cabeza de un respingo, inhalando aire ruidosamente. Carmencita suspiró aliviada y se llevó ambas manos al escote y los demás empezaron a reír a carcajadas. El hombre se desperezó devolviendo una sonrisa y todos le fueron dando palmaditas en la espalda, hasta que volvieron al escritorio de Carmencita, para acorralarla otra vez en su silla giratoria. Paco tenía los ojos hinchados y con legañas, como si llevase mucho rato dormido, en la frente se le había quedado grabada la marca de un clip que sujetaba un montoncito de folios y un hilillo de baba le brillaba en la comisura de la boca. Entre bostezos y suspiros que olían a ajo, Paco rellenó el certificado que necesitaba.
Giré al máximo el acelerador de mi vespino y conduje, entre los coches, de vuelta hacia el Ayuntamiento. Cuando llegó mi turno en la cola, le entregué al señor del Registro de Entrada el certificado que me había dado el “Bello Durmiente” en Gerencia de Urbanismo.
“A este certificado le falta la póliza”, me dijo sin apenas mirarlo, me lo lanzó de vuelta sobre el mostrador y se dio la vuelta. Se me pasó por la cabeza darle una buena colleja con toda la mano abierta en mitad de su coronilla calva, pero decidí que eso solo me retrasaría aún más. Tuve suerte de que, por aquel entonces, había un estanco justo en frente del Ayuntamiento, de manera que no perdería demasiado tiempo en buscar uno, el problema es que todos los que necesitábamos pólizas para el Ayuntamiento íbamos al mismo sitio. Estuve en la cola casi tres horas, hasta que, por fin, pude hacerme con el documento. Como no podía ser de otro modo, entre unas cosas y otras, había perdido otra vez la mañana, de manera que tuve que volver al día siguiente.
A las nueve en punto, me presenté en el Registro de Entrada. Le entregué, con una sonrisa triunfal, el certificado de Gerencia de Urbanismo y la póliza que debía acompañarlo. Él, sin ningún sentimiento en el rostro, me dio la hoja de solicitud y me hizo pasar a contabilidad para que me dieran la carta de pago. Me alegré de no tener que esperar cola en la ventanilla de aquel departamento. Había una mujer de unos cuarenta años con la mirada puesta sobre el mostrador. Era rubia, aunque las raíces de su pelo eran de un castaño oscuro. Arrastré bajo mi mano toda la documentación, hasta colocarla debajo de su nariz aguileña que apuntaba a su pecho y, cuando levantó la cabeza para mirarme, le pedí la carta de pago. “Los chavales de hoy en día estáis todos ciegos. ¡Niño, no ves que me acabo de pintar la uñas y aún se están secando! Espérate unos minutos.” Tuve que quedarme ahí de pie, viendo cómo introducía, uno a uno, todos sus putos dedos en un secador de pilas. El olor fuerte a esmalte que salía del aparato me daba náuseas. Cuando, pasado un rato, comprobó que ya estaban secas, hizo la carta de pago, la selló y me dijo dándome el papel: “Y la próxima vez, como vengas con prisas, ni te atiendo”. ¿Acaso era así en todos los Ayuntamientos de España o es que había tenido la mala suerte de toparme con los funcionarios más estúpidos de Córdoba? Me puse a la cola en la caja para abonar la carta de pago de mi hoja de solicitud. Cuando llegó mi turno, casi media hora después, se la pasé al empleado por el hueco que había debajo de la ventanilla. Me indicó el importe, pagué con un billete de cinco mil pesetas y esperé a recibir mi cambio. Entonces, ocurrió.
La aguja del minutero del reloj que había colgado en la pared detrás del cajero marcó las dos en punto. Todos los trabajadores cerraron sus carpetas y cajones y las sillas rechinaron al empujarlas hacia atrás. El funcionario que me estaba atendiendo le dio la vuelta al cartel que colgaba con ventosas transparentes de la ventanilla para que los clientes viéramos la palabra “Cerrado”. “¡Oiga, mi cambio!”, le recordé enfadado, harto de tantas vueltas, tanto desdén y tanto gilipollas. “Mi sueldo me obliga a soportar a los ciudadanos hasta las dos del mediodía. Vuelve mañana a por tu cambio”, me contestó, echó la cortina y se fue. Regresé al día siguiente temprano y me entregó un sobre con el dinero y los papeles. ¡Tardé cuatro días en obtener el documento que acreditaba la solicitud de apertura de nuestro restaurante!
            Sí, hijo, sé que esto pasó en los años setenta y que algo habrá mejorado la cosa, también sé que siempre me quejo de los funcionarios, de lo mal que hacen su trabajo y lo vagos y caraduras que son, pero no quiero que seas empresario como yo, ni siquiera quiero que estudies una carrera, me gustaría que te sacaras las oposiciones para trabajar en el Ayuntamiento o en la Diputación.
¿Pero por qué me lo discutes todo? Antonio, hijo, ¿eres tonto? ¿Acaso no has entendido mi historia? ¿Tú sabes las horas que yo he tenido que trabajar a diario en el restaurante, fines de semanas, sin vacaciones, aguantando clientes pelmazos, inspecciones de Sanidad, de trabajo, pagando IVA, Seguros Sociales, para traer como mucho dos mil euros a casa? Te quiero, hijo, así que hazme caso cuando te aconsejo que te saques las oposiciones, entres a trabajar como funcionario en la Administración Pública, ganes dos mil euros haciendo como que trabajas ocho horas diarias y dejes que capullos como yo levanten el país.

3 comentarios:

  1. ¡Que podría yo contar de lo dicho con maestría en este artículo, cuando llevo toda mi vida siendo servil camarero!. Siempre que puedo aconsejo a quien se precie que sea lo que quiera en la vida menos miembro de este sufrido colectivo. Me he visto retratado en hechos y haciendas en tu escrito. Un saludo.

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  2. Gracias por comentar mi texto. Sí, la restauración es sufrida. Mucho mejor ser funcionario! jeje Saludos

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  3. La verdad que hoy sin estudios no trabajas.
    Pero ya que se estudia que sea por algo que merezca la pena!!
    Al igual que Mauro es un tema con el que me siento identificado y cansado de dar volteretas por la vida.

    Saludos Mayka!!

    Te presento mi blog por si quieres pasar por el http://pisabichos.blogspot.com.es/2012/11/suenos-con-el-mar.html

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