Como sabes, Antonio, hijo, cuando tenía tu edad, y de esto ya
hace más de cuarenta años, abrí nuestro restaurante. Ni te puedes imaginar las
vueltas que tuve que dar hasta hacerme con la licencia de apertura.
Una mañana como hoy, me dirigí al Registro de Entrada del
excelentísimo Ayuntamiento de Córdoba. Me atendió un señor entrado en carnes al
que, por su prominente calva y unos surcos profundos en la frente y ojos,
supuse que le quedaba poco tiempo para jubilarse. Me dijo que para entregarme
la hoja de solicitud para la apertura de un negocio, me hacía falta un
certificado de Gerencia de Urbanismo. Como era casi la una y media de la tarde,
ya no me daba tiempo ir a recoger el certificado que me pedía y volver, así que
lo dejé para la mañana siguiente.
Cuando llegué a Urbanismo a primera hora, el conserje que
había en la entrada me indicó que siguiera recto el pasillo, tomara la segunda
puerta que había a la derecha y preguntara por la señorita Carmencita. Entré en
una sala amplia y diáfana en la que habría unos quince escritorios, aunque
todas las sillas estaban vacías. Los trabajadores estaban de pie junto a la
mesa que había cerca del ventanal. Me acerqué a ellos y vi a una chica morena,
de mi edad, más o menos, que reía y giraba, con la ayuda de sus pies, sobre una
silla que no tenía respaldo, mientras los demás, que, casualmente, eran todos
hombres, la piropeaban: “Carmencita, qué guapa estás hoy. Carmencita, levántate
que te veamos.” Los primeros tres botones de su camisa blanca estaban
desabrochados y su falda de tubo azul marina que bajaba hasta la rodilla
parecía una segunda piel en sus muslos carnosos. Intenté con un “perdonen”,
luego un “disculpen” y después un “oiga”, pero nadie me hizo caso. Todos
babeaban por las feromonas que desprendía el escote de la muchacha. Al girarme
para salir por donde había venido, en busca de alguien que sí tuviera la
intención de ayudarme, vi que detrás de una de las dos columnas de la
habitación había un escritorio ocupado por un hombre que estaba de espaldas y
que parecía estar trabajando. Me acerqué por detrás y me presenté con un
“buenos días”, pero cuando estuve a su altura, me di cuenta de que el
trabajador tenía la frente apoyada sobre un montón de papeles y los brazos
lánguidos le colgaban a los lados del cuerpo. Volví a intentar con otro “buenos
días”, esa vez más grave, pero no obtuve respuesta. Di un par de zancadas y me
acerqué de nuevo al corro. Toqué el hombro de uno de los funcionarios, que se
giró para mirarme enfadado por haberle interrumpido en mitad de su proceso de
cortejo, y le comenté que su compañero estaba tirado en la mesa y no respondía.
Todos se apresuraron al escritorio, alarmados de que a Paco, así se llamaba, le
hubiera pasado algo. Carmencita se llevó las manos a la boca pintada de carmín
y sugirió en un susurro que podría haber sido un infarto. Otro compañero
descolgó el teléfono para llamar a urgencias, pero el más joven de todos, que,
aún así, casi duplicaba mi edad, zarandeó fuerte los hombros de Paco hasta que
este levantó la cabeza de un respingo, inhalando aire ruidosamente. Carmencita
suspiró aliviada y se llevó ambas manos al escote y los demás empezaron a reír
a carcajadas. El hombre se desperezó devolviendo una sonrisa y todos le fueron
dando palmaditas en la espalda, hasta que volvieron al escritorio de
Carmencita, para acorralarla otra vez en su silla giratoria. Paco tenía los
ojos hinchados y con legañas, como si llevase mucho rato dormido, en la frente se
le había quedado grabada la marca de un clip que sujetaba un montoncito de
folios y un hilillo de baba le brillaba en la comisura de la boca. Entre
bostezos y suspiros que olían a ajo, Paco rellenó el certificado que
necesitaba.
Giré al máximo el acelerador de mi vespino y conduje, entre
los coches, de vuelta hacia el Ayuntamiento. Cuando llegó mi turno en la cola,
le entregué al señor del Registro de Entrada el certificado que me había dado
el “Bello Durmiente” en Gerencia de Urbanismo.
“A este certificado le falta la póliza”, me dijo sin apenas
mirarlo, me lo lanzó de vuelta sobre el mostrador y se dio la vuelta. Se me
pasó por la cabeza darle una buena colleja con toda la mano abierta en mitad de
su coronilla calva, pero decidí que eso solo me retrasaría aún más. Tuve suerte
de que, por aquel entonces, había un estanco justo en frente del Ayuntamiento,
de manera que no perdería demasiado tiempo en buscar uno, el problema es que
todos los que necesitábamos pólizas para el Ayuntamiento íbamos al mismo sitio.
Estuve en la cola casi tres horas, hasta que, por fin, pude hacerme con el
documento. Como no podía ser de otro modo, entre unas cosas y otras, había
perdido otra vez la mañana, de manera que tuve que volver al día siguiente.
A las nueve en punto, me presenté en el Registro de
Entrada. Le entregué, con una sonrisa triunfal, el certificado de Gerencia de
Urbanismo y la póliza que debía acompañarlo. Él, sin ningún sentimiento en el
rostro, me dio la hoja de solicitud y me hizo pasar a contabilidad para que me
dieran la carta de pago. Me alegré de no tener que esperar cola en la
ventanilla de aquel departamento. Había una mujer de unos cuarenta años con la
mirada puesta sobre el mostrador. Era rubia, aunque las raíces de su pelo eran
de un castaño oscuro. Arrastré bajo mi mano toda la documentación, hasta
colocarla debajo de su nariz aguileña que apuntaba a su pecho y, cuando levantó
la cabeza para mirarme, le pedí la carta de pago. “Los chavales de hoy en día
estáis todos ciegos. ¡Niño, no ves que me acabo de pintar la uñas y aún se
están secando! Espérate unos minutos.” Tuve que quedarme ahí de pie, viendo
cómo introducía, uno a uno, todos sus putos dedos en un secador de pilas. El
olor fuerte a esmalte que salía del aparato me daba náuseas. Cuando, pasado un
rato, comprobó que ya estaban secas, hizo la carta de pago, la selló y me dijo
dándome el papel: “Y la próxima vez, como vengas con prisas, ni te atiendo”. ¿Acaso
era así en todos los Ayuntamientos de España o es que había tenido la mala
suerte de toparme con los funcionarios más estúpidos de Córdoba? Me puse a la
cola en la caja para abonar la carta de pago de mi hoja de solicitud. Cuando
llegó mi turno, casi media hora después, se la pasé al empleado por el hueco
que había debajo de la ventanilla. Me indicó el importe, pagué con un billete
de cinco mil pesetas y esperé a recibir mi cambio. Entonces, ocurrió.
La aguja del minutero del reloj que había colgado en la
pared detrás del cajero marcó las dos en punto. Todos los trabajadores cerraron
sus carpetas y cajones y las sillas rechinaron al empujarlas hacia atrás. El
funcionario que me estaba atendiendo le dio la vuelta al cartel que colgaba con
ventosas transparentes de la ventanilla para que los clientes viéramos la
palabra “Cerrado”. “¡Oiga, mi cambio!”, le recordé enfadado, harto de tantas
vueltas, tanto desdén y tanto gilipollas. “Mi sueldo me obliga a soportar a los
ciudadanos hasta las dos del mediodía. Vuelve mañana a por tu cambio”, me contestó,
echó la cortina y se fue. Regresé al día siguiente temprano y me entregó un
sobre con el dinero y los papeles. ¡Tardé cuatro días en obtener el documento
que acreditaba la solicitud de apertura de nuestro restaurante!
Sí, hijo, sé que esto pasó en los
años setenta y que algo habrá mejorado la cosa, también sé que siempre me quejo
de los funcionarios, de lo mal que hacen su trabajo y lo vagos y caraduras que
son, pero no quiero que seas empresario como yo, ni siquiera quiero que
estudies una carrera, me gustaría que te sacaras las oposiciones para trabajar
en el Ayuntamiento o en la Diputación.
¿Pero por qué me lo discutes todo? Antonio, hijo, ¿eres
tonto? ¿Acaso no has entendido mi historia? ¿Tú sabes las horas que yo he
tenido que trabajar a diario en el restaurante, fines de semanas, sin
vacaciones, aguantando clientes pelmazos, inspecciones de Sanidad, de trabajo,
pagando IVA, Seguros Sociales, para traer como mucho dos mil euros a casa? Te
quiero, hijo, así que hazme caso cuando te aconsejo que te saques las oposiciones,
entres a trabajar como funcionario en la Administración Pública, ganes dos mil
euros haciendo como que trabajas ocho horas diarias y dejes que capullos como
yo levanten el país.
¡Que podría yo contar de lo dicho con maestría en este artículo, cuando llevo toda mi vida siendo servil camarero!. Siempre que puedo aconsejo a quien se precie que sea lo que quiera en la vida menos miembro de este sufrido colectivo. Me he visto retratado en hechos y haciendas en tu escrito. Un saludo.
ResponderEliminarGracias por comentar mi texto. Sí, la restauración es sufrida. Mucho mejor ser funcionario! jeje Saludos
ResponderEliminarLa verdad que hoy sin estudios no trabajas.
ResponderEliminarPero ya que se estudia que sea por algo que merezca la pena!!
Al igual que Mauro es un tema con el que me siento identificado y cansado de dar volteretas por la vida.
Saludos Mayka!!
Te presento mi blog por si quieres pasar por el http://pisabichos.blogspot.com.es/2012/11/suenos-con-el-mar.html